Joaquín Alberto Vargas Chávez fue el hijo primogénito del reconocido fotógrafo Max Vargas. Fue en el taller de fotografía paterno donde Alberto, apenas un mocosito de pantaloncillo corto, aprendió a utilizar las diversas técnicas de la fotografía, incluido el aerógrafo (un burdo aspersor utilizado para retocar y colorear tanto las fotografías como los negativos, una especie de Photoshop artesanal). Pero, a diferencia de su padre, especializado en la fotografía de retratos y paisajes, Alberto Vargas tenía más bien alma de dibujante y pintor, dispuesto a dejarse seducir por las insinuantes formas y peligrosas curvas femeninas, coronadas siempre de cabellos rojos, negros o rubios.

Aunque el plan original de la familia Vargas fuera que Alberto tomara la posta del negocio fotográfico, en un viaje que juntos realizaron a París, cuando Alberto no contaba con más de quince años, el susodicho plan tuvo que cancelarse y reconsiderar la nueva situación creada a partir de la visita de Alberto Vargas al Museo del Louvre.

Quedó absolutamente maravillado, en especial fascinado por la perfección de tanto desnudo griego inmortalizado en mármol. En un cuaderno que siempre llevaba consigo, Alberto copió al lápiz o al carboncillo cuanto desnudo clásico o moderno se cruzara ante su atenta, inocente pero ávida mirada. Ya que había rechazado la propuesta paterna, a Alberto no le quedó más remedio que aceptar ciertas condiciones de su progenitor y formalizar sus conocimientos de dibujo y pintura, adquiridos a fuerza de su «yo» autodidacta, matriculándose en una academia, la mejor de Suiza.

El resto de la historia de Alberto Vargas pertenece ya al territorio de la leyenda. Varado en la ciudad de Nueva York, recorriendo Broadway, una deslumbrante cabellera roja ardió sus pupilas prendidas en las llamas de ese fuego intenso.

Siguió a la misteriosa mujer hasta verla perderse bajo la luminosa marquesina de un teatro atestado de gente ansiosa por conseguir un boleto. Esperó tres horas fuera del teatro, bajo una lluvia persistente, incomodado por la inquisitiva mirada de uno que otro policía ocioso, hasta que ella salió, la misma mujer de cabello ardiente y caminar sinuoso.

Alberto se acercó al ángel caído, ese cabello tan intensamente rojo no podía significar otra cosa, se acercó a esa impresión de curvas y, haciendo acopio de todo su encanto entre characato y europeo, le preguntó, le propuso más bien, dado que él era un auténtico artista, si se dejaría dibujar por él, aunque, y esto lo apenaba en gran medida, no tuviera dinero para retribuir en algo el tiempo que pusiera a disposición de su lápiz y papel.

“Era una mujer de una belleza ultraterrena, enorme cabellera roja, ojos de color violeta, labios sensuales y de una delgadez sorprendente para tamaña sensación de curvas”. 

Ella, la bailarina Anna Mae Clift, aceptó encantada. Mae Clift era una mujer de una belleza ultraterrena, enorme cabellera roja, ojos de color violeta, labios sensuales y de una delgadez sorprendente para tamaña sensación de curvas y voluptuosidad. A los pocos años, Alberto Vargas le propuso casarse con él. Mae Clift, una vez más, aceptó encantada.

Las primeras «Chicas Vargas» se publicaron en revistas de vasta circulación como Esquire y Playboy. Sus trabajos son de una sensualidad que roza peligrosamente lo vulgar, sin traspasar jamás la delgadísima línea. Durante doce años, trabajó como artista exclusivo para Florenz Ziegfield, reputado productor teatral de Broadway, y famoso por las despampanantes coristas que ponía en escena, «las chicas Ziegfield», cuya belleza retratada en los afiches publicitarios aumentó a su enésima potencia el artista arequipeño.

Vargas pintaba sus originales en óleo, pastel o tinta. Su dominio de la acuarela, así lo aseguran quienes han tenido oportunidad de apreciar los originales, es de otro mundo. Las reproducciones, según los afortunados, no son más que un ligero atisbo de tanta maravilla fijada en brillantes colores sobre una cartulina tan pequeña. Se ha llegado a comparar su trabajo con el de pintores tan exquisitos como Rembrandt y Vermeer.

TEXTO: Daniel Martínez Lira | Publicado el 9 de septiembre de 2008 en el número 341 del Semanario El Búho

Síguenos también en nuestras redes sociales: 

Búscanos en FacebookTwitterInstagram y YouTube.