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Sin duda, el terrorismo es el episodio más doloroso que nos ha tocado vivir como país y, como tal, conlleva diversas consideraciones. En primer lugar, la moral establece que es un deber condenarlo enérgicamente, en todo momento, en todo lugar y en todas sus formas. Además, lo políticamente correcto nos obliga a tocar el tema con extremo cuidado. Sin embargo, como todo asunto delicado, mientras unos guardan respetuosa memoria, otros manipulan la sensibilidad de las personas para sacar provecho político. Así, muchos de los que dicen repudiar el terrorismo, al mismo tiempo, están manchando la memoria de sus víctimas y sus héroes, convirtiéndolos en objeto de sucias estrategias politiqueras.

La palabra terrorismo se ha convertido en sí misma en una estrategia para infundir terror. Por un lado, el “terruqueo” (llamar terrorista a alguien sin mayor sustento) se ha convertido en la piedra más fácil de lanzar cuando se pretende desacreditar a un rival político. Sin embargo, es utilizada con tanta frecuencia que ha comenzado a perder efectividad. De hecho, este señalamiento, muchas veces, no perjudica tanto al acusado como sí, al acusador; pues, termina siendo objeto de críticas por lanzar una acusación grave tan a la ligera.

Aun así, el terrorismo como concepto sigue siendo utilizado como un arma, aunque la metáfora resulte odiosa. La hipersensibilidad que existe al respecto, aunque justificada, ha dado espacio a que un corifeo ultraconservador lance gritos destemplados cada vez que se mencionan verdades históricas que contradicen su versión de la realidad. En esta versión, el terrorismo no fue otra cosa que una horda infrahumana que, sin razón alguna, querían destruir un país que funcionaba de maravillas para gobernar sobre sus cenizas; y, las fuerzas del Estado fueron seres impolutos que no hicieron más que defender al país. Matices más o menos, un retrato así de la realidad conlleva el enorme riesgo de repetir el contexto histórico que devino en el terrorismo; ignorar las condiciones sociales que fueron el caldo de cultivo es una trampa que podría ser mortal.

Además, como Estado, nos impide generar mecanismos que impidan que la violencia se repita, venga de donde venga. En nuestros días, esa visión tan sesgada de la historia está dando pie a la restricción de la libertad de pensamiento y opinión. Así, cualquier declaración, sobre la porción de violencia que le toca asumir a las fuerzas armadas, durante el periodo de terrorismo; se toma como una afrenta a la Nación y condenada en todos los foros, por más precisión histórica que tenga.

En resumen, ese periodo tan doloroso de terror que vivimos cobra vigencia solo para movilizar réditos políticos en uno u otro sentido y eso es, quizás, lo más condenable.

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