Vivíamos -guarecidos- bajo un techo de calamina agujereado. La lluvia redoblaba fuertemente contra la calamina -a ritmo sincopado- y los agujeros se convertían en goteras. Llovía afuera tanto como adentro. Había que alejar la cama medio metro de la pared para evitar que una gotera china nos torturara justo en medio. Yo corría a colocar un recipiente de plástico encima del viejo televisor -donde caía otra de las goteras- temeroso del cortocircuito que mutara la lluvia en fuego capaz de obligarnos a abandonar el nido. Mi madre se encargaba de poner baldes y lavadores, tazones y ollas alrededor de la cama; en menos de diez minutos nuestra cama era una suerte de isla superpoblada por un único clan cubierto por una montaña de frazadas. Aunque todo esto pueda parecer un triste retrato de la pobreza, recuerdo que en esa oscuridad de frazada nos reíamos y deseábamos -por lo menos mis hermanos y yo- que la lluvia durara todavía un poco más.
La lluvia -desde entonces- es eso que pasa afuera mientras uno se la pasa calentito adentro. Cortázar contaba como uno de sus placeres favoritos guarecerse de la lluvia en un viejo cine de barrio, “caliente como vientre de elefante”. Y la Maga se protegía de la lluvia recostándose contra el hombro de Oliveira, el paraguas -indefenso artilugio- no pasó de ser “una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas”. Porque no basta un paraguas para guarecerse de la lluvia, a veces se rebela y no le da la gana de abrirse; o es uno el que se rebela y malditas sean las pocas ganas que se tiene de abrir el paraguas, como le pasaba a Augusto Pérez, personaje de otra nivola, por motivos estrictamente estéticos: “Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto”. Un paraguas -queda claro- nunca será suficiente, pues una lluvia cualquiera puede convertirse de repente en diluvio universal, o en otro tipo de precipitaciones menos ortodoxas: una lluvia de pájaros muertos, una lluvia de diminutas flores amarillas, una de ranas (según dicen, científicamente posible) o de hamburguesas con queso -prefiero la lluvia de fuego apocalíptico antes que una de comida chatarra. No es inusual que más hacia el norte lluevan “gatos” y “perros”, por lo menos es eso lo que dicen los gringos cuando -por aquellos lares- llueve con persistencia (uno de los adjetivos que mejor le va a la lluvia): “It’s raining cats and dogs”. Me imagino que un gringo distraído escuchó la expresión castellana “Está lloviendo a cántaros” y como cántaros le sonó a cats and dogs la tradujo así. A propósito de lluvias excéntricas está también aquella famosa “lluvia dorada” sobre la que prefiero no especificar detalles.
Uno de los autores sobre el que siempre está lloviendo, acorde con su temperamento melancólico y pesimista, es el uruguayo Juan Carlos Onetti, Imposible imaginar el perfil lentudo de Onetti bajo un cielo despejado de azul intenso; parafraseando un verso de Verlaine, llueve en la calle tanto como en el corazón onettiano. Santa María -su mítica ciudad- acaba siendo borrada (literalmente) por una lluvia más que persistente, purificadora. Y Travis, el taxista -que a nadie le aguantaba pulgas- de Scorsese, reza porque la lluvia borre por fin de la ciudad tanta mugre y corrupción, tanta miseria humana. Lo que intentó hacer Dios con su famoso diluvio, excepto que a Él se le olvidó cerrar las compuertas del cielo al cabo de los cuarenta días prometidos. Parte de la Biblia que hasta el día de hoy no me cierra, ¿cómo es que se le olvidó?, ¿en qué otra cosa andaba distraído? Humano, demasiado humano. La lluvia nos distrae, un poco que nos saca del tiempo.
Para mi vecino, que corre a la playa más cercana (arena, sol y mar) a guarecerse de estas persistentes, aunque esporádicas, lluvias de verano, no existe nada más deprimente que llegar -después de un esplendoroso fin de semana- de vuelta a estas jodidas lluvias. Peor aún cuando el viaje no le ha dado tiempo a vestirse apropiadamente -abrigarse- para la tempestiva ocasión y tiene que bancarse la precipitación pluvial en polito, bermuda y sandalias. Ver a un tipo vestido de lo más veraniego parado bajo la lluvia no deja de provocarnos siempre una sonrisa, aunque conmiserativa, sonrisa finalmente.
Siempre que exista un lugar donde poder guarecerse cuando llueve -excepto para los jóvenes corazones a los que no les importa amarse a la intemperie, sin importarles nada las condiciones climatológicas- no deja de ser entretenida la lluvia, “esa cortina oblicua de fríos alfilerazos”.
Crónica: Daniel Martínez | Publicado en el número 455 del Semanario El Búho, correspondiente al 30 de enero de 2011