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El amor es uno de esos tópicos sobre los que se han construido grandes plataformas teóricas y performativas; incluso, a riesgo de equivocarme, debe ser uno de los «productos» que compra y vende la industria con más réditos. Alrededor de este concepto, existe un entrelazamiento de añadiduras, como si muchas ideas ciertas y erróneas se hubiesen ido adhiriendo para dar forma a lo que conocemos como amor. Este amalgamamiento de creencias es el que las personas depositan y demandan en sus relaciones como verdades absolutas ante las cuales rendir algún tipo de culto sin cuestionamiento. Dicho de otro modo, basan sus prácticas y comportamientos relacionales en asunciones y convicciones acerca del amor: de acuerdo con ese decálogo de suposiciones, dan vida a sus escenas diarias, como si tuviesen una programación o un guion sobre el amor al cual responder.

En algunos casos, este «código del amor» puede resultar peligroso, sobre todo cuando avala comportamientos contraproducentes para alguno de los miembros de la diada (triada, tétrada, entre otras configuraciones de acuerdo al tipo de relación). Uno de los preceptos más populares dentro del ámbito del amor, que corroe el bienestar de las involucradas y los involucrados, es el llamado «amor incondicional», aquel que consiste en la dación de amor sin ningún tipo de demanda, requerimiento o solicitud a cambio. A simple vista, mediante una inspección sumamente intuitiva, podríamos concordar en que este es el amor más puro y perfecto que existe —muchas veces se equipara al tipo de amor que recibimos de nuestros padres, bajo la ficción de que los lazos familiares son irrompibles sin importar su nivel de nocividad—. Sin embargo, si nos ponemos más penetrativos y echamos mano de la labor analítica, podremos notar algunas fallas en este concepto.

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Si lo analizamos desde un punto de vista evolutivo, neurocientífico y psicológico, el amor surge como un medio de unión entre diferentes miembros del grupo para hacerle frente a los peligros de la realidad antecesora e incrementar la supervivencia de la especie. En este sentido, es un recurso evolutivo que busca un beneficio explícito, una cuota de bien para los seres humanos: no es, de ninguna forma, incondicional. Por ello, cuenta con una serie de mecanismos cerebrales que hacen posible su existencia y su búsqueda constante. De tornarse desfavorable, tóxico o bebedizo, contraviene su objetivo primordial, que es generar algún tipo de utilidad, y el cerebro empieza a activar el dolor, el disgusto, el miedo, la ira o la tristeza como medios para evitar, rechazar y dar por terminada la vinculación. A tal efecto, podemos concluir que, evolutivamente, el amor sí impone condiciones, las cuales están íntimamente relacionadas con la supervivencia y el bienestar.

No obstante, en situaciones extremas o límite, en las que peligraba la vida de los miembros del clan o la comunidad, la condición de soledad significaba un riesgo mayor de muerte, por lo que se forzaba el «amor» a cambio del beneficio de la supervivencia, aun cuando transgredía el bienestar, esto es, no se aplicaban condiciones con tal de contar con un vínculo. Este aprendizaje lo hemos perpetuado por siglos y es una de las razones que explican por qué, por años de años, las relaciones de familia eran prácticamente inquebrantables —a casi ninguna persona se le ocurría romper la relación con un familiar. Se decía «la familia es sagrada»—. En la actualidad, aunque las situaciones de tal peligro inminente son menores —no inexistentes—, sí persisten circunstancias en cierta medida análogas en las que las personas aceptan el beneficio de contar con una pareja bajo el mito o el aprendizaje del amor incondicional. Sin importar el detrimento que les podría generar tal vínculo, se embarcan en una empresa amatoria en la que el abuso y la violencia hacen parte explícita o subrepticiamente de la dinámica cotidiana.

Este es uno de los mitos relacionales que más se trabajan en psicoterapia, puesto que suele estar en la base de la dependencia emocional. El «amor incondicional» es una idealización, es decir, un supuesto estado de cosas perfecto, que es causante parcialmente de la dificultad de muchas personas por romper con un vínculo afectivo —digo parcialmente, en tanto toda problemática psicológica depende de una multiplicidad de factores—. A pesar del menoscabo emocional que se origina al no colocar demandas y límites que sean respetados por la pareja, la continuidad del vínculo no se pone en duda. Por ello, es importante que se hable de esta ficción y se convierta en un tema recurrente, tal como se normalizó la ruptura de relaciones tóxicas. Solo así podremos empezar a derruir los cimientos del infundado «amor incondicional».

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