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El término debacle hace referencia a un desastre que produce mucho desorden y desconcierto, especialmente como final de un proceso. El concepto suele estar vinculado con un desmoronamiento simbólico e inalterable, generado principalmente por un mal diseño, planificación y organización.

Lo que viene sucediendo con las instituciones políticas del país, encabezadas por los Poderes Ejecutivo y Legislativo, no es otra cosa que la debacle del sistema de representación política diseñado en los noventa y que inexorablemente está llegando a su fin. Debemos entender que Pedro Castillo y el actual congreso no son la causa, sino la consecuencia de un problema muy profundo, prácticamente irreversible, bajo las actuales reglas de juego en el diseño institucional peruano.

Recordemos que en los noventa se buscó consolidar un régimen cleptocrático y autoritario. Para tal fin se eliminó la cámara alta con 60 senadores y se redujo la cámara baja de 180 diputados a 120 congresistas. El objetivo era claro, el Congreso sería un “apéndice” del Ejecutivo, soslayando uno de los pilares fundamentales del sistema democrático, la división de poderes. De igual forma se barrió con el endeble sistema de partidos políticos existente, promoviendo una democracia plebiscitaria weberiana, donde el caudillo o el demagogo ejerce un poder “carismático”, alejado de cualquier institucionalidad mínima.

Esta democracia basada en partidos efímeros sin representatividad, Tanaka dixit, ha generado una crisis que ya lleva décadas, donde la ciudadanía no solo desaprueba y desconfía del gobierno de turno, desde Toledo hasta Castillo; sino que asistimos al derrumbe de la legitimidad en prácticamente todos los ámbitos, el sector privado, los medios de comunicación, la academia y la clase política en su conjunto.

En este marco, la llegada de la pandemia evidenció de una manera brutal la debacle de la estructura política, económica, sanitaria y social del país. El número de muertes por millón de habitantes más elevado del mundo, expresa con toda claridad la falla masiva de las instituciones públicas y privadas del Perú. (Concytec, 2021).

Algunas voces señalan que ante esta situación límite, la salida está en convocar a elecciones generales anticipadas. Discrepo, puede ser un subterfugio momentáneo que libere un poco la energía en esta olla a presión llamada Perú, pero no es una solución, dado que solamente se cambiaría de rostros y nombres, pero sin abordar de manera significativa el problema de fondo.

| Fuente: Andina

Mi apuesta iría en el sentido de preservar la poca institucionalidad que nos queda. Claramente el Presidente tiene muchas dificultades para gobernar, sus propias decisiones lo han sumergido en una serie de problemas judiciales graves. A su vez carece de un equipo de asesores de nivel que le brinde consejería adecuada. Para empeorar la situación, el partido que lo llevó al poder no alimenta su gestión con cuadros con solvencia y experiencia. Su único horizonte es la sobrevivencia.

Por ende, la postura republicana sería que la vicepresidenta asuma un gobierno de transición e impulse una serie de reformas profundas, cuasi refundacionales del sistema político y con esas nuevas reglas convocar elecciones generales. ¿Qué tipo de reformas? Para comenzar, aquellas impulsadas por la Comisión Tuesta y por el ex presidente Sagasti. En un escenario así, es primordial el involucramiento de la academia, la sociedad civil y el sector privado, en aras de presionar al congreso para que deponga sus intereses inmediatistas y de corto plazo.

A manera de conclusión, considero que convocar a elecciones generales adelantadas, sin llevar a cabo modificaciones profundas en las reglas del juego político, puede inclusive agravar los niveles de inestabilidad que sufre el país. La locura no es otra cosa que es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes.

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