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Hijo de George Bingham, 6° conde de Lucan, y de Kaitlin Elizabeth Anne Dawson, Richard John (al que llamaban a secas por su segundo nombre) nació en el barrio de Marylebone, en Londres, Reino Unido, el 18 de diciembre de 1934.

Tras haber cometido el crimen huyó sin dejar huella alguna

A comienzos de 1963 conoció a Verónica Duncan, tres años menor que él, quien era hija del comandante Charles Duncan y Moorhouse y su mujer Thelma. John tenía 29 años, Verónica 26, se casaron y durante la luna de miel recorrieron Europa y viajaron, también, en el famoso y carísimo Orient Express.

El padre de John les facilitó el dinero necesario para que pudieran vivir en una gran casa familiar donde criar muchos hijos. Les compró el número 46 en la calle Lower Belgrave, en el corazón londinense. Una típica casona inglesa de cinco pisos que Verónica decoró a su gusto. Pero, antes del casamiento, el padre de John había hecho algo más: pagar todas las deudas de juego de su hijo.

El nuevo comienzo para John fue muy oportuno porque solo dos meses después de la boda, el 21 de enero de 1964, su padre murió de un derrame cerebral. Él, entonces, se convirtió en heredero de los títulos de su padre: 7° conde de Lucan, barón Lucan de Castlebar, barón Lucan de Melcombe y baronet de Nueva Escocia. Además, heredó una fortuna: un cuarto de millón de libras (más de 6 millones de dólares de hoy). Verónica pasó a ser la Condesa de Lucan.

 

El James Bond que no fue

El 24 de octubre de 1964 nació la primera hija de la pareja a la que llamaron Frances. Contrataron a una niñera para que se ocupara de la bebé: Lillian Jenkins. En 1967 nació su segundo hijo, George, y en 1970, la tercera, Camilla. Después de este último nacimiento Verónica experimentó una fuerte depresión postparto.

John se preocupó. En 1971 la llevó a una clínica psiquiátrica en Hampstead. Verónica asistió, pero se negó a hacer el tratamiento. Solo aceptó sesiones con un psiquiatra. En julio de 1972 la familia partió de vacaciones a Monte Carlo. Algo pasó en esos días, no queda claro qué, porque Verónica regresó rápidamente a Inglaterra dejando a John con sus hijos. Seguramente la depresión la tuviera acorralada. El matrimonio se iba a pique. Dos semanas después de la Navidad de 1972, todo terminó.

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Persecución y obsesión fatal

Se separaron y John se mudó a una propiedad pequeña primero y, meses después, a un piso más grande cerca de la casa familiar. Estaba obsesionado con obtener la tutela de sus tres hijos. Quería demostrar que Verónica, por su severa depresión, no era una madre apta para cuidarlos.

Comenzó a espiar a su ex mujer y se la pasaba girando con su auto por la calle Lower Belgrave. Con la ayuda de unos investigadores privados que contrató empezó a grabar sus conversaciones telefónicas.

Mientras perseguía a su ex, John seguía con su vida disipada de ludópata. Todo estaba mal: estaba en bancarrota y su orgullo estaba herido frente a sus amigos de la alta sociedad. John insistía con decir que Verónica estaba loca y que por eso había despedido a la niñera y cambiaba de empleadas todo el tiempo.

 

El objetivo equivocado

Sandra Rivett, la niñera de sus hijos, tenía libre todos los jueves por la noche. Era el día que salía con su novio John Hankins. Justo esa semana hizo un cambio repentino: salió con su pareja el miércoles, por lo que el jueves le tocó trabajar. El cambio de su noche libre sería una jugarreta mortal del destino.

Ese jueves 7, a las 20, Sandra hizo lo que sería su última llamada registrada por teléfono. Luego de acostar a los chicos, le ofreció amablemente a Verónica (37) preparar té. Eran las 20.55 cuando Sandra bajó a la cocina, que estaba ubicada en el subsuelo de la casona, para hervir el agua y preparar dos tazas. No llegó ni a encender la luz. Un sujeto arremetió contra ella, en medio de la oscuridad. Con un tubo de plomo la golpeó una y otra vez con fuerza en la cabeza. Sandra cayó al piso envuelta en sangre.

Verónica, quien estaba mirando televisión, sintió ruido y como Sandra no volvía con el té se asomó a la barandilla de la escalera. La llamó varias veces. No hubo respuesta así que bajó hasta la cocina para ver qué pasaba. Quiso encender la luz, pero no parecía funcionar. Fue entonces que alguien la atacó por la espalda. Le pegó cuatro veces con un fierro, intentó taparle la boca con la mano y ahorcarla.

Pero ella se resistió y le mordió los dedos ferozmente. Logró lastimarlo y eso distrajo al hombre por un segundo. Verónica logró girar y con una de sus manos apretó con violencia sus testículos. Inmediatamente él la soltó. Ella ya se había dado cuenta de que el atacante era su ex marido a quien le rogó: “Por favor no me mates John”.

Si bien hay distintas versiones, la más confiable es la que sostiene que él le admitió a su ex haber matado a Sandra. Verónica, en pánico, prometió que lo ayudaría a escapar y le dijo que curaría sus heridas. En eso estaban cuando se asomó en la escalera su hija Frances que se había despertado por el alboroto. John subió, la tranquilizó y la mandó a dormir.

Luego, puso unas toallas para no manchar las sábanas con sangre y le pidió a Verónica pastillas para dormir. Cuando John entró al baño, Verónica aprovechó para huir. Salió a la calle corriendo y se metió en el cercano pub, The Plumber’s Arms. Ingresó ensangrentada y a los gritos, pidiendo ayuda. Dijo que su ex marido había irrumpido en su casa, había herido mortalmente a la niñera y la había atacado. Inmediatamente llamaron a la policía.

 

Investigación eterna

La policía llegó enseguida a la casa de los condes Bingham, en la calle Belgrave. Observaron sangre en las paredes de la parte superior de la escalera y que las fotos que colgaban en ese lugar estaban torcidas. La barandilla de metal de la escalera se había aflojado. Todo indicaba que había ocurrido una fuerte pelea. Al pie de la escalera, en el centro de un inmenso charco de sangre, había estrelladas dos tazas de té con sus platos.

Cuando el inspector Roy Ransonel llegó a la casa, el médico ya había declarado a Sandra Rivett oficialmente muerta. Verónica estaba herida y fue trasladada en una ambulancia al Hospital de St. George. El 7° conde de Lucan, John Bingham, no estaba por ningún lado.

 

El asesino fantasma

La policía se dirigió al número 5 de Eaton Row, donde John había vivido desde 1973. Nada en el lugar daba pistas sobre lo ocurrido. En la cama de John había un traje y una camisa junto a un libro sobre millonarios griegos. La billetera, las llaves del auto, su dinero, el registro, el pasaporte y sus anteojos estaban en la mesa de luz. El Mercedes-Benz azul descansaba estacionado afuera.

El jefe de detectives fue a ver a Verónica al Hospital. Estaba sedada, pero pudo describir algo de lo sucedido. Su estado mental era deplorable. Un policía quedó de guardia en la habitación.

Mientras, el cuerpo de la niñera fue depositado en la morgue. La autopsia indicó que la muerte de Sandra había ocurrido antes de que su cuerpo fuera introducido en la bolsa de lona y que el arma era, efectivamente, ese tubo de plomo. No había más sospechosos que John. De hecho, Verónica lo había reconocido y el ex marido de la niñera tenía una coartada comprobada.

Greville Howard, amigo de John, dijo en su testimonio ante la justicia que John había mencionado que matar a su esposa era lo único que podía salvarlo de la bancarrota. Incluso había hablado sobre cómo eliminar el cuerpo y que de esa manera “nunca sería capturado”.

Parte de lo que dijo se concretó: nunca lo atraparon. ¿Se fugó? ¿Se suicidó? Nada pudo probarse. Verónica optó por creer que él se había quitado la vida. En junio de 1975 se declaró a John Bingham culpable en ausencia por el asesinato de Sandra Rivett. Esa fue la última vez que a un juez, en Gran Bretaña, se le permitió realizar este procedimiento.

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