Las elecciones generales del 2026 se acercan y el escenario electoral peruano se presenta, una vez más, como un campo abierto a la incertidumbre. La historia reciente nos ha enseñado que, en el Perú, la racionalidad electoral no responde a ideologías estables ni a partidos consolidados, sino a un conjunto volátil de emociones colectivas, desconfianzas históricas y rechazos acumulados.

El ciudadano común no vota por una visión de país, sino por sentimientos inmediatos de rabia, miedo, esperanza, castigo, necesidad o hartazgo. En este contexto, resulta necesario mirar hacia atrás para entender por qué elegimos a quienes elegimos, y por qué seguimos atrapados en un ciclo de frustración y precariedad democrática.

Keiko Fujimori perdió tres veces, no por falta de recursos ni estructura, sino por lo que representa emocionalmente. El antifujimorismo se convirtió en un reflejo automático, casi biológico. En las elecciones de 2011, Humala capitalizó el miedo a un retorno autoritario; en 2016, PPK fue el mal menor con corbata; en 2021, hasta Pedro Castillo resultó preferible para medio país. Nadie lo eligió por sus méritos, sino porque no era Keiko Fujimori.

Ahí tenemos un patrón claro, el voto peruano no afirma, reacciona; no construye, se defiende; no escoge un modelo de país, escoge quién no quiere que gane. Y así, cada cinco años, jugamos a la ruleta rusa democrática y eso da como resultado gobiernos frágiles, conflictivos e improvisados.

En las últimas elecciones, el triunfo de Pedro Castillo nos reveló una gran verdad. Sin preparación ni partido sólido, con un mensaje más simbólico que real, representó a los invisibles y ganó, no por tener un plan, sino por lanzar una señal potente: “ahora le toca al pueblo”. Fue un voto con rabia y quizás, también con dignidad. Su fracaso en el poder no borra lo que reveló su triunfo, que hay un país que, cuando vota, no elige, exige ser visto. Ese mismo patrón emocional explica por qué ganan los outsiders (Toledo en 2001, Humala en 2011, Castillo en 2021) y por qué el sur del Perú, especialmente

Arequipa y Puno, sigue apostando por figuras de ruptura. En estas regiones, el ciudadano medio desconfía de Lima, rechaza a los partidos y entiende la política como un juego ajeno, manejado por élites que lo excluyen. Por eso, vota como protesta, porque si no puede cambiar el sistema, al menos puede interrumpirlo.

En el Perú se vota con el corazón herido. Las emociones pesan más que los planes de gobierno, y la elección no responde a razones, sino a instintos de supervivencia.

Se elige al que más se parece a uno, porque lo siente más cercano y menos capaz de traicionar. En un país con instituciones frágiles, informalidad y desconfianza, el elector no busca al mejor, busca al menos peligroso. Hoy, el país está partido en dos mitades que no se reconocen. Una mitad clama orden, crecimiento y mano dura; la otra exige justicia, visibilidad y acceso. No hay centro que articule ni diálogo que reconcilie, solo extremos enfrentados y el ciudadano atrapado en el medio, que ya no está seguro si votar sirve de algo.

¿Qué se viene? No es fácil saberlo, pero los patrones son claros. El próximo presidente no será necesariamente el mejor, sino el que mejor entienda el momento emocional. En el Perú, los votos no se ganan con propuestas, se ganan con tacto. Y con eso en mente, estos son los escenarios más probables:

1.  El outsider digital que convierte la rabia en clics y los clics en votos durante elecciones

El terreno está fértil para un personaje nuevo que no venga de los partidos, pero sí de los algoritmos. Puede ser un influencer, un empresario con discurso antisistema, o alguien que simplemente sepa usar TikTok mejor que los demás. No necesita ideas claras, solo enemigos visibles fáciles de encontrar entre los políticos, “caviares” y corruptos. En un país donde nadie cree en nada, el que grite más fuerte y capitalice mejor la indignación puede terminar convenciendo.

2.   El tecnócrata que promete orden, pero no conecta

El centro aún sueña con un candidato joven, preparado, limpio. Alguien que nos devuelva la promesa de estabilidad sin autoritarismo. Pero el problema no es su hoja de vida, sino su capacidad de emocionar. Si no logra conectar con el ciudadano común, será percibido como otro gestor frío, preparado y correcto; pero distante. La razón sin corazón no gana elecciones en este país.

3.   La izquierda que deja de protestar y aprende a gobernar

Después del castillismo, la izquierda tiene que reinventarse. No basta con indignarse ni con repetir consignas. Necesita liderazgos nuevos que sepan hablarle al pueblo sin caer en el simplismo y que demuestren capacidad de gestión. Si logra el equilibrio de ética y eficiencia, puede ser una alternativa real. Pero para eso, tiene que dejar de vivir en la marcha y comenzar a pensar en el ministerio.

4.  El colapso de las elecciones, el día que nadie quiera votar

Este es el escenario más preocupante. Que la gente, harta de todo, simplemente no vote. Que el ausentismo suba, que los votos nulos y blancos se disparen, que la dispersión sea tan grande que nadie tenga legitimidad real. Si eso pasa, el país quedará en manos de un gobierno débil, rodeado por un congreso hostil y sin brújula institucional. En resumen, el caos disfrazado de democracia.

Los patrones están claros. La ciudadanía no elige desde la convicción, sino desde la reacción. La psicología colectiva no se basa en la promesa del futuro, sino en el rechazo al pasado. En este contexto, la pregunta no es quién tiene el mejor plan de gobierno, sino quién sabrá leer mejor la emoción dominante de su tiempo. El que lo haga, ganará.

Por eso, el mayor desafío del 2026 no está en los candidatos, sino en el elector. ¿Seguiremos votando para huir del peor? ¿O comenzaremos, como sociedad, a reconocer el valor de una decisión racional, colectiva y madura? Para ello, se necesita más que campañas, se necesita reconstruir el pacto emocional entre Estado y ciudadanía.

Aún no sabemos con certeza quiénes estarán en la cédula de sufragio. Pero sí sabemos qué emociones estarán en juego. Y eso, en el Perú, lo es casi todo.

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