Un domingo por la tarde, bajo una sorpresiva lluvia primaveral que dejó sobre la ciudad un encendido cielo sangrante, terminé de leer la magnífica biografía de Chet Baker, “Deep in a Dream”, escrita por James Gavin en 2002 y publicada en castellano por Reservoir Books en 2018. Tras casi seiscientas páginas de un infernal viaje que empezó en la soleada Oklahoma y que terminó en el tenebroso barrio de Zeedijk, en Ámsterdam, se comprenderá que el final fuera altamente emotivo. Tras cerrar el libro y contemplar el cielo se me agolparon muchas cosas en el alma. Lo primero en lo que pensé fue en la problemática disociación entre el artista y su producción. Nadie ignora que se puede ser un completo cretino y producir la música más excelsa sobre la tierra. La sorpresa y la angustia de Salieri son más próximas a nosotros que la diáfana convicción de ser un genio.

Chet Baker (Chettie para los amigos) fue un muchachito de Oklahoma común y corriente, sin ninguna disposición para los estudios, pero con un gran talento para canturrear los éxitos de la radio. Tuvo una infancia difícil, llena de necesidades, y dolorosa porque su padre, la viva imagen del fracaso, contagió su amargura a todos quienes le rodearon. Se hizo mayor y fue el niño consentido de mamá, de Vera, una mujer sin carácter para quien Chettie era la única justificación de su existencia. Baker se hizo un lugar en la escena jazzística de la Costa Oeste, en la corriente llamada cool. Su padrino musical fue Charlie Parker y -valgan verdades- tuvo gran éxito comercial porque era blanco y guapo. En una época en que el jazz negro (representado por el bebop) no era del todo aceptado por la comunidad blanca, cayó de plácemes que lo hiciera un músico blanco. La analogía también cae, pero de madura: el rock era un ritmo vulgar y desagradable hasta que un blanco, Elvis, lo hizo. Los estándares que Chet perfilaba con su trompeta eran considerados “bonitos, tristes y profundos” por un público mayoritariamente femenino que, sin embargo, ante la música de Miles o de Coltrane permanecía impávida. Así que el éxito que Chet Baker conoció hacia fines de los cincuenta fue sensacional, su figura cool y relajada, aunada a un rostro angelical, era la de un gamberro que solicitara protección con su triste mirada. Pronto esa imagen se volvería icónica en las representaciones de la masculinidad en Hollywood. Brad Pitt y Leonardo DiCaprio fueron dos de sus últimos continuadores.

En sus años juveniles, Chet no pasó de la marihuana. Pero el entorno en que vivía lo empujaría sin mucho esfuerzo hacia las drogas duras. La historia de su adicción es también la historia de su vida y Gavin la cuenta con minuciosos detalles. La sordidez de la adicción de Chet deja a otros heroinómanos famosos como Charlie Parker, Miles Davis o Philly Joe Jones como a unos niños de pecho. Uno podría pensar que la pluma de Gavin ha preferido regodearse en la zona más escabrosa y oscura de la personalidad de Chet. Pero es que una biografía seria del trompetista no puede omitir ese asunto que se volvió, en los últimos años de su vida, la única razón de su existencia. Una de las mejores descripciones de ese Chet derrotado y agonizante (aunque quizá sería más exacto decir muerto) la escribió Philippe Adler en uno de los textos que acompañaban a las fotos que le hizo Richard Avedon en 1986: “A los veinte años era tan bello como un ángel, con rasgos frágiles e infantiles, y un aire vulnerable, dulce, romántico. Con Gerry Mulligan alcanzó la gloria instantánea, las giras mundiales, las portadas en las revistas, los discos de oro. Años después, ¿qué nos quedaba? Dientes rotos, mandíbula fracturada, trompeta desaparecida en una playa de California. Pero había valido la pena: de los labios de este hombre roto, derrotado, flaco y patético sale noche tras noche una música sublime, luminosa, lírica. Chet Baker ha rescatado de su viaje al fondo del infierno los diamantes azules del jazz”.

Gavin nos pinta el retrato completo de Chet. El hijito de Vera, el maltratador de mujeres, el manipulador, el cobarde y desleal amigo, el egocéntrico hasta lo monstruoso, el astuto sociópata que se victimiza cada vez que puede, el padre fracasado y desconsiderado, pero, sobre todo, el yonqui. Esas cartas están sobre la mesa y nadie las impugna. Ahora bien, de otro lado está también el músico dotado de una exquisita sensibilidad. El trompetista genial que sin ensayar nunca podía expresar una sorprendente gama de emociones. Podía ser cool y hacer que su trompeta apenas emitiera unos susurros lentos y prolongados o podía navegar por los rápidos del bebop pasando de una escala a otra con ritmo frenético y sin fallar nunca en el tempo. Aunque es verdad que siempre se sintió mejor en el primer escenario. Al respecto puede observarse su performance de “My Funny Valentine” por YouTube, una pequeña muestra de las excelsitudes que podía alcanzar el músico si se lo proponía.

Libro muy duro y descarnado el que ha escrito Gavin, pero honesto y seriamente documentado. Una biografía de un hombre que, al final de sus días, era una pústula andante no podía sino ser una historia brutalmente desgarradora. Yo creo que Chet, con esa ciega voluntad autodestructiva que siempre lo envolvió, encarna al héroe americano por antonomasia. El icáreo y bello aventurero en cuyo viaje a las estrellas termina derretido, chamuscado, y un despojo entre despojos, como ese bello cuadro de Brueghel el Viejo, “Paisaje con la caída de Ícaro”, donde se ve una escena campestre cotidiana y al fondo, en segundo plano, la tragedia del héroe que cae al mar sin que a nadie le importe. Pienso en James Dean, en Montgomery Clift, en Edgar Allan Poe, en Jesse James, almas plenas de coraje, belleza y libertad y, sin embargo, signadas por el pathos de la muerte. La tragedia del héroe americano, en la vida y en la ficción, es perseguir una sombra en implacable huida de sí mismo. Quizá el Capitán Ahab sea el ejemplo más ilustre y raigal.

En los agradecimientos finales, James Gavin declara que lo que le inspiró a escribir este libro fue la biografía que Patricia Morrisroe escribió sobre el polémico fotógrafo Robert Mapplethorpe. Aún no he leído ese libro, pero ya me puedo imaginar (con deleite) qué sorprendentes nexos se pueden hallar entre ambos personajes, iconos y símbolos de la cultura estadounidense.

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