Super Mensajes

La costumbre, el hábito, la constante y repetitiva ejecución de un acto, tiene la innegable ventaja de hacernos sentir seguros, de que caminamos sobre tierra firme, pero, a la vez, nos predispone a no pensar, a actuar en modo automático. Por ello es entendible que, ante cualquier iniciativa surgida desde el seno del Congreso de la República, nos hayamos habituado a arrugar la frente, taparnos la nariz y enviarla a la papelera de reciclaje sin mayor trámite ni remordimiento alguno. Sin embargo, esta semana, apareció, en pleno Legislativo, como si fuera un milagro en tierra de ateos, una idea luminosa, brillante, cojonuda, una que, de súbito, nos ha devuelto la fe en nuestro Parlamento: formar una comisión para investigar la muerte de Alan García.

Sentado en una de las mesas más apartadas de un restaurante miraflorino, el congresista y vocero de Renovación Popular, Jorge Montoya, revisa, con fruición, la ayuda-memoria que sus asesores le han preparado. Mientras lee los datos sobre el 17 de abril de 2019, fecha del deceso del expresidente y líder aprista, susurra, casi sin darse cuenta, cada una de las palabras que desfilan frente a sus ojos.

—Señor —le pregunta el mozo— ¿ya está listo para ordenar?

Como toda respuesta, el congresista le lanza una mirada dura, casi siniestra. El mozo asiente con la cabeza y desaparece. De pronto, ingresa al local el parlamentario José Cueto. Tras ubicar a Montoya, llega a su mesa y lo saluda efusivamente.

—¿Y ya pediste algo? —pregunta Cueto.

Montoya no oculta su fastidio.

—No, todavía. Ya sabes que cuando como no me gusta hablar de trabajo.

—¿Trabajo? Yo pensé que íbamos a hablar algo del Congreso.

—Claro, tiene que ver con el Congreso.

—Está bien, Jorge. Hablemos de lo que tú quieras, pero la verdad es que me muero de hambre. ¿Por qué no almorzamos primero y después me cuentas para qué me has llamado?

—No, José. Después no voy a comer tranquilo.

Cueto pone la mano sobre su boca, como para contenerse. De repente, el mozo aparece otra vez.

—Señor —le dice a Cueto—, aquí está la carta. Si me pide que le recomiende algo, yo le diría que…

—Nadie te está pidiendo nada —interviene Montoya, con el mismo tono de voz, seco, cortante, que utilizaba en la Marina.

El mozo vuelve a mover la cabeza afirmativamente y se va rumbo a la cocina.

—Bueno, Jorge —dice Cueto—. Soy todo oídos. ¿De qué me querías hablar?

—De la investigación sobre García.

—¿Sigues con eso?

—¡Cómo que sigo con eso! Acuérdate de que es una iniciativa de bancada.

—No, Jorge, es una iniciativa tuya. Que la bancada te haya apoyado es otra cosa. Y si yo te he apoyado es porque entre nosotros hay que apoyarnos, pero no entiendo esto de investigar la muerte de García —dice y luego hace una pausa, abre más los ojos y agrega, como en cámara lenta—. A no ser que pienses que está vivo.

Montoya hace un puchero con sus labios y alza ambas manos, como si estuviera a punto de rezar el padrenuestro.

—Déjame contarte —dice Montoya—. Anteayer fui a ver la película.

—¿Cuál? ¿Vaguito? ¿La del perro?

—No, la de Alan. Creo que se llama “Vivo o muerto”. La cosa es que estoy saliendo y se me acerca un hombre. Me dice: “Almirante, ¿usted quiere saber lo que pasó con Alan? ¿Usted quiere hablar con él?”

Cueto se reacomoda en la silla y se inclina más hacia Montoya.

—¿Y quién era ese tipo? ¿Qué más te dijo?

—Nada más. Solo me dio su tarjeta, me dijo que lo llamara y se fue.

Montoya mete la mano en el bolsillo de su saco, extrae una tarjeta y se la alcanza a Cueto. Este la mira y, no sin asombro, lee: “Buques y barcos a escala. Todo para su bañera”.

—Devuélvemela —dice Montoya mientras se la quita de un tirón y saca otra tarjeta—. Esta es.

Cueto la recibe y la observa. Más que una tarjeta formal parece una pequeña cartulina recortada. En ella, además de un número de celular, dice: Haiyimi, vidente.

—¿Y para esto me has llamado? ¿Para hablarme de un vidente?

—Más que un vidente, es un guía espiritual.

—Un guía espiritual que habla con los muertos.

—Sí, exacto.

—Jorge, a veces me sorprendes. ¿Cómo vas a creer en estas cosas?

—Eso mismo pensé yo, pero este tal Haiyimi es bien conocido. Ha salido en la televisión varias veces.

—¿Ese no fue el que dijo que Keiko iba a ser presidenta?

—Sí, pero no dijo cuándo. También dicen que Vizcarra no hacía nada sin consultarle primero a Haiyimi.

—Y mira cómo terminó: vacado, destituido y acusado por la Fiscalía.

—No mezcles las cosas.

—Bueno, pero entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Piensas llamar a este tipo?

—Ya lo llamé. Es más, anoche estuve en su casa.

Cueto mira a Montoya, como si nunca antes lo hubiera hecho. Luego vuelve a mirar la pequeña cartulina, tratando de entender.

—No me digas que fuiste a hacer espiritismo.

—Haiyimi dice que es más un momento de conexión con el más allá.

—¿Hablaste con García?

—Ese es el tema.

—No entiendo. ¿Hablaste o no?

—Escúchame, te voy a contar. El plan era convocar al espíritu de Alan. Si aparecía quería decir que estaba muerto y si no aparecía evidentemente estaba vivo.

—Evidentemente.

—Si quitas la parte de hablar con los muertos, el plan era bastante razonable.

—Sí, claro. Bueno, ¿y qué pasó?

Montoya fuerza una sonrisa en su rostro. Alza las cejas e inclina su rostro.

—Lo llamamos tres veces, como en el teatro, pero nunca apareció.

—De repente estaba ocupado.

—No —dice Montoya—, Haiyimi dice que si el espíritu de Alan no apareció es porque no está entre los muertos.

—¿Entonces está vivo?

—No lo digo yo. Lo dice Haiyimi.

—Escucha, no solo te llamé para contarte esto.

—¿No? ¿No me digas que también viste Chabuca y quieres llamar a Alex Brocca?

—¿Y ese quién es?

—No importa. ¿Qué más me quieres decir?

—Quiero pedirte un favor. Creo que el testimonio de Haiyimi sería importante para la comisión que va a investigar lo de Alan y quisiera que tú propongas que lo citen en calidad de testigo.

—¿Quieres que yo lo proponga? ¿Y por qué no lo haces tú?

—¿Yo? ¿Estás loco? Será para que se burlen de mí.

—Claro, nadie quiere eso. ¿Y yo? ¿De mí no se van a burlar?

—No, pues, es distinto. Yo soy el vocero de la bancada. Tengo que cuidar mi imagen.

Cueto deja escapar un suspiro.

—¿Y entonces? —pregunta Montoya—. ¿Qué dices?

—¿Te parece si mejor te respondo después del almuerzo? Estoy muerto de hambre.

Montoya lo queda mirando, inmóvil, como suspendido. Luego, en silencio, mueve la cabeza diciendo que sí. Entonces, de golpe, mientras ve cómo Cueto le hace señas al mozo, una sonrisa brota en su cara con inusitada naturalidad. “Dijo ‘muerto’”, pensó, antes de contener la carcajada.

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