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Lo dice la ciencia: montar moto te aproxima a la felicidad. El coctel de hormonas y neurotransmisores que se activan al rodar sobre un motor disipa el estrés y aclara la mente. Te juegas algo de vida al hacerlo, aunque a la fatalidad –cuando te toca– le da igual si estás en pijama o andando a 80 km/h sentado sobre un motor con un pollo a la brasa en la alforja.

Uno de los protagonistas químicos que se manifiestan sobre las dos ruedas es la serotonina. Está presente en las carnes rojas, el queso y las nueces. Estabiliza el ánimo, regula el sueño y reduce la ansiedad. Algunos la adquieren con ayuno y meditación. Otros, montando moto.

También lo dice la ciencia: montar moto te hace más listo. La experiencia motera aumenta la función cognitiva, estimula la concentración y mejora la memoria. No sucede por arte de magia, sino por necesidad psicomotora.

La ausencia de carrocería metálica alrededor del conductor obliga a suplir esa carencia con una proyección imaginaria sobre el entorno que va escaneando el futuro probable y, cuando menos, la supervivencia: el sentido de alerta se agudiza al máximo, a la vez que se va memorizando la ciudad –sus encantos, horrores y errores– desde una perspectiva invisible al conductor de autos y a los alcaldes.

Te hace más listo, además, porque al poco tiempo de montar moto en Lima te das cuenta de que al automovilista promedio le interesa un carajo el prójimo. No existe. Lo demuestran todo el tiempo, pero se lucen cuando manejan. Pudiendo ser el prójimo un peatón, motociclista o toda inocente alma de dios que suponga que tiene derechos.

En el Perú se cultiva el triste talento de atacar los problemas no en su origen, sino en su síntoma, que es como querer curar una neumonía con kleenexs. Eso explica la idiota medida de querer prohibir la circulación de motos por la Costa Verde sin argumentos técnicos fundamentados, vulnerando en el camino el libre tránsito de millones de ciudadanos. Si el Titanic hubiera sido un barco peruano, el gobierno habría prohibido el hielo.

El millón y medio de motocilistas que usan esa vía para trabajar y movilizarse subirán a la ciudad congestionando aún a la ley de la selva de meter el auto. Y entonces en los noticieros dirán los iluminados: los hubieran dejado en la Costa Verde.

A este defecto que peca de efectista se le suma nuestra también penosa habilidad de hacer de la oportunidad perdida un acto de costumbrismo.

El problema de la Costa Verde no son las motos. Es que desde hace décadas se ignora un plan maestro para transformar ese lugar privilegiado por la naturaleza en una zona funcional y de valor. Esto sucede porque los alcaldes, una vez electos, se creen reyes en vez de funcionarios públicos. Y los reyes, como todo súbdito decapatido sabe, hacen lo que les da la gana.

Lima es la única capital sudamericana que tiene vista al mar. La única. En vez de aprovechar esa condición irrepetible con un paseo marítimo que por sí solo podría ser un atractivo turístico continental, desperdicia esa posibilidad con el facilismo de una vía rápida para suplir disfuncionalidades viales de la ciudad, favoreciendo el manejo hostil, incompatible con el goce de una ciudad.

Río de Janeiro, que no es capital, desde el comienzo de la avenida Atlántica hasta la playa de Leblon tiene aproximadamente 10 kilómetros. A nadie se le ocurriría hacer de ese tramo una vía rápida, ni mucho menos prohibirle el tránsito a vehículo alguno. Circulan bicicletas, patines, motos, farotas de Ipanema y eso es lo que hace que Río sea la Ciudad Maravillosa.

La Costa Verde tiene más de 20 kilómetros de extensión. Pero parece huérfana de cariño y entendimiento. Abandonada, trajinada, castigada, se le trata como a la trastienda de la ciudad cuando debería ser su paisaje más memorable.

Si lo que realmente la autoridad municipal quiere transmitir es que está haciendo algo respecto al caos violento en que se ha convertido la ciudad, que empiece por preocuparse por la delincuencia. Luego, pero muy luego, recuperar un plan vial perdido según el capricho de cada alcalde, compensado con una fiscalización a veces reactiva y casi siempre corrupta.

No culpen a las motos de no saber cómo gestionar. El delincuente puede estar a pie, y no por eso se van a prohibir los zapatos. Según ese raciocinio reduccionista e inútil, entonces tendrían que prohibir bajo pena de cárcel el uso de saco y corbata. Cómo si esas vestimentas fueran la razón por la que políticos, congresistas y presidentes nos hayan estado robando hace años.

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