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La gran mayoría de peruanos viven ajenos a los escándalos políticos. Más les preocupa tener trabajo, salud y prosperidad; vivir seguros y salir adelante con sus familias. Y si algún escándalo llama su atención, es de aquellos que los distraen de sus propios problemas, como los ampays a cantantes, futbolistas y vedettes; no de aquellos que los indignan, como el crimen y la corrupción. Pero en este intrincado país, hay al menos tres grupos de personas que parecen inseparables de las crisis políticas. Por un lado, los políticos que las causan, con su incompetencia, inmoralidad y desprecio por el ciudadano. Por otro lado, los periodistas que cumplen con su deber de investigarlas e informar a la población, idealmente de manera responsable y objetiva. Y por último, los influencers, opinólogos y activistas (algunos de ellos ejercen de periodistas) que aprovechan la coyuntura para lavar cerebros, sembrar narrativas e imponer sus intereses. Estos pueden ser de índole personal, como ganar seguidores, likes y yapeos en redes para satisfacer sus egos en algún ranking de personalidades influyentes. También pueden ser de naturaleza política, como favorecer a partidos y tumbar gobiernos, de manera gratuita o no. Y a menudo, sus intereses también contemplan componentes ideológicos, como el antifujimorismo, el anticaviarismo, la lucha de clases y el ultraconservadurismo.

No habrá mejores políticos mientras los electores sigan tolerando los pésimos candidatos que los partidos les imponen. Los periodistas tampoco dejarán el sensacionalismo mientras los escándalos sigan siendo rentables en términos de rating y contratos. Pero en el caso de los opinólogos azuzadores, es más que un problema de oferta y demanda porque su éxito se basa en una agenda destructiva y desestabilizadora. Si al Perú le va mal, ellos se frotan las manos. Cada escándalo, cada autoridad en desgracia es chamba para ellos, y una nueva oportunidad para incendiar el país con su complejo de superioridad moral. No lo permitamos.