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La semana pasada analizamos el origen del conflicto que sumió a Francia en una de las crisis sociales más violentas de su historia desde el siglo XVIII (la Revolución francesa) y del XIX (Revolución liberal y la Comuna de París, que, por cierto, es este episodio el de buena parte de la obra de Víctor Hugo Los miserables). También está el precedente, en el siglo XX, del mayo francés de 1968.

A partir de los 1950, sucesivos gobiernos franceses implementaron políticas de puertas abiertas para la reunificación de familias –principalmente del Magreb y otras excolonias francesas de la “África negra”— sobre todo de Argelia, lugar que fue transformado en provincia, lo cual produjo que hasta el 5 de julio 1962, cuando logró su independencia, más de un millón de argelinos emigraran a la metrópoli porque mantenían sus papeles de ciudadanía francesa. Luego se construyeron barrios periféricos (banlieue) con edificios en mal estado y escasa infraestructura para alojar a esa masa de personas cuyos hijos, nietos y bisnietos aún habitan y viven, en su mayoría, sin la posibilidad de mayor progreso ni interacción con la población blanca.

Como sus inmediatos antecesores, Macron, quien ya confrontó las protestas de los “chalecos amarillos” por medidas impopulares de aumento de precios de combustibles (2018) y este año por su reforma de sistema de pensiones, ahora lidia con la violencia tras el asesinato de Nahel, el joven magrebí que intentó escapar de la Policía. Esto vuelve a colocar a Francia en el epicentro de un problema europeo: ¿está fracasando el multilateralismo? ¿No funcionó el Estado de bienestar social? ¿Es el incremento del islamismo radical o el racismo lo que más determina la violencia social?

El problema es complejo y es una combinación de todo lo anterior.

Quizá es tiempo de hacer cambios en el himno, la famosa Marsellesa, y extraer frases como: “A las armas, ¡ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchad, marchad! ¡Que la sangre de los impuros riegue vuestros campos!”.