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En recientes semanas diversos académicos, ingenieros y filósofos, sobre todo aquellos vinculados a la llamada AI por “inteligencia artificial” (computadoras, programas y aplicaciones que procesan información y toman decisiones a una velocidad y nivel de progreso que el cerebro humano jamás podría hacerlo),han hecho sentir su voz llamando a una pausa en el desarrollo y permiso para que usuarios puedan utilizar este tipo de tecnología en el Internet como, por ejemplo, la prohibición de aplicaciones como el ChatGPT, desarrollado por la empresa OpenAI, o el Bard, de Google.

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El ChatGPT y el Bard ya pueden, por ejemplo, desarrollar textos ajustados a los requerimientos del usuario, lo que podría hacer que docentes reciban trabajos de historia, literatura y muchos otros campos sin saber que el estudiante no los escribió y ni siquiera los plagió, puesto que los elaboran con base en una cuantiosa cantidad de data que la aplicación organiza por sí misma. En otras palabras, la AI no solo plantea el potencial problema de hacer que el ser humano reflexione menos o incluso deje de pensar, sino también que ni siquiera deba esforzarse, mínimamente, en ocultar su falta de preparación y de ética. Para muchos que se escandalizan con la degradación en la cantidad y calidad de lecturas y capacidad de reflexión de las nuevas generaciones, el desafío de tecnologías de AI se percibe como una distopía.

Desde tiempos antiguos, historias como la bíblica de la primera pareja probando el fruto prohibido del conocimiento en el Paraíso o el mito griego de Prometeo robando fuego del carro de la personificación del sol, Helios, en el monte Olimpo, sean cuales sean los nobles o indignos objetivos con que los seres humanos lo hicieron, la moraleja es que el intento de parecerse a la divinidad termina en castigo.

La divulgación apresurada de tecnologías de AI podría ser el último juego del hombre que crea a un ser que, a su vez, podría acabar con nuestra especie.

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