Super Mensajes

En primaria, específicamente en cuarto de primaria, llevaba la mayor parte de los cursos, si es que no todos, con una profesora a la cual le tenía y le tengo mucha estima. A pesar de tener a su cargo niñas y niños que no pasábamos de los ocho o nueve años, enseñaba con una exigencia particular, con un liderazgo que podría ser percibido como pseudomilitar por párvulos como nosotras y nosotros. La carga académica, que se repartía entre tareas de ejecución manual (como bordar animales sobre una tela gruesa o pintar paisajes que, aun cuando eran extraídos de nuestra imaginación, se parecían unos con otros) y tareas de rigor cognitivo (como aprender matemáticas o ciencias naturales),era observada y sentida por el grueso de estudiantes del salón como excesiva. Es precisamente por ello que, en una ocasión, confabulamos para no realizar la tarea. Orgullosas y orgullosos de nuestro pacto, nos sentamos en nuestros pupitres el día de revisión y, con gallardía, uno a uno fue diciéndole a la profesora que las tareas excedían nuestras capacidades cognitivas y emocionales —claro, en un lenguaje notablemente más primario—. No premeditamos con acierto lo que pasaría: la profesora tomó nuestras libretas de anotaciones y llenó una a una con un mensaje acusatorio dirigido a nuestros padres. La frase que pronunció ante toda la clase, como argumento para tamaña presión escolar, fue: «Los estoy preparando para cuando entren a secundaria».

Una vez en secundaria, en los últimos años de ese periodo estudiantil, el número de cursos sobrepasaba los 10. Podíamos notar físicamente la exuberancia de la carga académica por el número de cuadernos que debíamos llevar en nuestras mochilas y guardar en los casilleros, y por las horas que destinábamos a estar sentados en el aula, sin contar las tareas y trabajos grupales que quedaban para la casa. Cada curso creía ser el único curso, así que las asignaciones, en muchos casos, saturaban lo poco que quedaba de nuestras tardes, nuestras noches, madrugadas y fines de semana. Si algún estudiante, con la honda de David, se atrevía a cuestionar la metodología de las profesoras y los profesores, y les solicitaba una revisión de sus estrategias pedagógicas (siempre esperando el quorum del salón),recibía la misma respuesta, construida como un eslogan publicitario: «Los estoy preparando para cuando entren a la universidad».

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Ya en la universidad, con un sueño severamente afectado por la cantidad de horas que demandaba cada curso, con una alimentación que aparecía cuando el cerebro eventualmente recordaba sus funciones básicas, con un ocio que había olvidado jugar y estaba tomado por las obligaciones y responsabilidades, y con una vida social que únicamente lograba asomarse en los espacios entre curso y curso, comprendimos a qué se referían las profesoras y los profesores de primaria y secundaria, y en una especie de agradecimiento los recordábamos, ya no con animadversión, sino con una especie de afecto. Supimos, entonces, que nos habían estado preparando para una mayor carga académica. Pero, incluso así, cuando las horas del día no se daban abasto para satisfacer la demanda de trabajos, recurríamos a una vieja práctica, levantábamos la mano y exigíamos que se reduzca la cantidad de labores. Como podrán intuir, la respuesta que recibíamos era mutatis mutandis la frase que ya habíamos escuchado con anterioridad: «Los estamos preparando para cuando ingresen al mundo laboral».

Estas tres viñetas del mundo académico representan grosso modo uno de los objetivos que han incorporado a su sistema pedagógico, y sin ninguna clase de cuestionamiento, las instituciones educativas: «preparar a las y los estudiantes para trabajar bajo presión». A partir de la observación de cómo funciona el mundo en la actualidad, han tenido a bien diseñar estrategias para moldear a las y los estudiantes en línea con los preceptos de nuestra temporalidad. Sin embargo, si analizamos más detenidamente este objetivo, podremos notar que «trabajar bajo presión» es un eufemismo para ataviar un mandato que recorre nuestros tiempos y es «trabajar bajo estrés». Es decir, las instituciones educativas han cedido al influjo de nuestra era, que se caracteriza por someter a las personas a un nivel elevado de estrés y sojuzgar a quien no es «capaz de tolerar» tanta opresión, y han normalizado este estrés nocivo y bebedizo: nos han hecho adoptar estas maneras y creer que una meta a conseguir es saber estudiar, trabajar y vivir, aun cuando el nivel de estrés desborda toda medición y estropea nuestro bienestar. Ser conocedoras y conocedores de esta realidad puede llevarnos a detener nuestro rumbo prefabricado en colegios y universidades, y diseñar uno que se amolde a una vida alineada con el bienestar.

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