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La inesperada salida del ministro del Interior y su súbito reemplazo por un oficial retirado de la Policía, constituye una nueva prueba de la improvisación e irresponsabilidad con las que Pedro Castillo ejerce la presidencia. Mariano González prestó juramento el pasado 4 de julio, es decir dos semanas antes de lo que tiene visos de ser una destitución. O bien Castillo se equivocó clamorosamente al nombrarlo o bien creyó que podía someterlo e impedir que realice lo que es su tarea por mandato de la constitución: garantizar la seguridad ciudadana y luchar contra la delincuencia. En un país con los índices de inseguridad que padecemos, con el narcotráfico en aumento y con graves casos de corrupción en las más altas esferas del Estado, resulta inaceptable la ligereza de la que Castillo ha dado abundantes pruebas. Aunque no tenemos por ahora una explicación sobre las motivaciones del presidente, lo que todos sabemos es que González se había comprometido a ubicar y capturar a personas del entorno de Castillo que se hallan en calidad de prófugos de la Justicia. El saliente ministro procedió para ello a cambios en la dirección de la Policía que le permitiesen resistir a la injerencia del Poder Ejecutivo. González lo había afirmado con claridad: mientras durase su ministerio, no se blindaría a nadie que fuese solicitado por la Fiscalía. González mostró también independencia cuando caracterizó como secuestro la detención de periodistas de Cuarto Poder en una localidad de Chota. Si Castillo creyó que retirar del gabinete a un ministro incómodo podía protegerlo de las sombras que pesan sobre él, corresponde a los responsables políticos diseñar una salida constitucional al riesgo que la permanencia de Castillo en la presidencia hace correr a nuestra democracia.

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