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Resulta triste constatar que doscientos años de relaciones globalmente constructivas entre Perú y Colombia se estrellen contra el empecinamiento del presidente Gustavo Petro. Una vez más, Petro ha lamentado la ausencia de Pedro Castillo en una Cumbre latinoamericana y no dudó en afirmar que ella era debida al golpe que derrocó del poder a Castillo.

La reiterada afirmación de Petro es de una ligereza irresponsable. Si se aceptara su versión de los hechos, habría que reinterpretar toda la historia de su país y del nuestro, marcadas por la difícil consolidación de la institucionalidad constitucional, desafiada desde el inicio por caudillos y líderes autoritarios.

El primero que lo previno fue Simón Bolívar, quien advierte una y otra vez en sus cartas sobre las dificultades de plasmar instituciones que reemplazaran las del régimen colonial. La Canciller del Perú, Ana Cecilia Gervasi, contestó a Petro que Dina Boluarte ha accedido a la presidencia en legítima aplicación de la Constitución. Y precisó que si Castillo estuviera presente, más que un presidente sería un dictador.

Petro sabe que cuenta con el respaldo del mexicano Andrés Manuel López Obrador y con el populismo más ramplón que Castillo logró establecer como su seña de identidad. Pero Petro cuenta también con un alto porcentaje de peruanos que persisten en ver a Castillo como una víctima de las élites y la clase política que lo rechazaron siempre.

Es cierto que las acusaciones de fraude carecieron de sustento, pero han penetrado el discurso público, tanto como las que se hicieron en 1931 a propósito de la victoria de Sánchez Cerro sobre Haya de la Torre. Lo escandaloso de Petro es que adopta una lectura constitucional de acuerdo a sus intereses políticos y sus afinidades ideológicas.

Lo que le espera, en vez de modernizar la corriente de izquierda y arraigarla en la democracia, es asociarla con las más viejas taras de la política latinoamericana: el caudillismo, la demagogia y la arbitrariedad.

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