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Por Mariana Casado

Conocí a Harold Alva (Piura, Perú, 1978) a partir de su magnífica labor como presidente de la organización del Festival Internacional Primavera Poética de Perú, en el que tuve el honor de participar en 2020. Justamente a finales de ese año vio la luz La épica del desastre, publicado en Valparaíso y portador de un título que parecía ideal para aquellos meses en los que el mundo se resquebrajaba, asolado por la pandemia que todavía nos amenaza.

La épica del desastre engloba una selección de poemas escritos y publicados a lo largo de veinte años, desde 2000, agrupados en siete obras diferentes: Libro de tierra (2000),Sotto voce (2002),El sonido de la sangre (2006),Post mortem (2008),Lima (2012),Apuntes de occidente (2014),Cuaderno de maratón (2015) y Regresiones (2020). Ya desde el primero se distingue con claridad la voz lírica del poeta, personalísima, que va evolucionando, pero conserva una serie de rasgos esenciales.

Si tuviera que definir la poética de Harold Alva con un solo adjetivo, sería “estremecedora”. Después añadiría otros: “agreste”, “primigenia”, “onírica”, “subterránea”. Pero creo que lo fundamental es su capacidad para estremecer, lograda a través de las depuradas y sorprendentes metáforas e imágenes. Leyendo sus poemas, me invade la sensación de una selva cerrándose a pasos agigantados sobre una figura solitaria, un grito desgarrador o una manada de animales salvajes cerniéndose sobre su presa. Es una poesía para ser leída con un fondo sonoro de tambores, al borde de un acantilado. Contribuye a crear este ritmo intenso, a menudo frenético, la ausencia de signos de puntuación y la brevedad de los versos o la construcción de prosas poéticas.

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