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En el siglo V a. C., los ciudadanos atenienses que participaban en las llamadas asambleas del pueblo, basaban su poder en la palabra, para lograr persuadir a sus votantes. Esta necesidad vendría a crear los cursos de retórica, con maestros que transmitían su talento oratorio.

Para ello, enseñaban las principales reglas de la retórica, como la estructura del discurso, las figuras de estilo a utilizar o los diferentes tipos de argumentos. Hecho esto, los ciudadanos podían inventar y pronunciar discursos bastante persuasivos ante cualquier público y circunstancia.

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Ante esta creciente situación, surgió entre los filósofos la pregunta de saber si, en suma, este procedimiento solo enseñaba el arte de la manipulación. Especialmente Platón, en uno de los diálogos llamado el Gorgias, escribe que Sócrates se opuso a los bellos discursos de los maestros de la retórica comparándolos a los sofistas.

En aquella época, se denominaba “sofista” a la persona que poseía conocimientos en todos los campos, desde la física hasta el derecho. Pero, para Sócrates y Platón, tener conocimiento de una cosa requiere empezar por cuestionar su naturaleza. Porque quien se ahorra ese paso y solo acumula información para presentarla bien, no es un erudito sino un ignorante.

Para Sócrates, los que enseñan a hablar de todos los temas de forma persuasiva, sin ser expertos, eran por tanto sofistas. Sus palabras no sólo son huecas o superficiales, sino también peligrosas porque nos hacen perder el interés por la verdad y la justicia. Razón no le faltaba porque los discursos del orador no expresan un conocimiento real, siendo mera manipulación.

Dos milenios después, nuestra democracia se ha nutrido de lo retórico, por la alta dosis de manipulación que los discursos llevan consigo. Así, para el retórico, lo importante es convencer a toda costa recurriendo incluso a la mentira, induciendo en error al interlocutor. Es allí donde surgen los discursos cargados de emocionalidad, que harían llorar hasta las piedras.

Esto se debe a que los discursos de nuestras democracias, no se han centrado en la argumentación permaneciendo en la retórica, sin dar el imperativo salto hacia la elocuencia; el arte de embellecer la lógica como planteaba Denis Diderot. Por tanto, los que ostentan el poder -o que aspiran a tenerlo- tienen la gran responsabilidad de hablar desde el conocimiento, como expresión de la elocuencia constructiva. Porque, mientras más verdaderos sean nuestros discursos, más fortalecida será nuestra democracia.

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