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Año tras año y, por qué no decirlo, un bicentenario después se escucha hablar de la desmedida sospecha sobre quienes tienen a su cargo la gestión pública. Tan es así que toda acción de gobierno lleva su dosis de conjeturas, frases en condicional (habría, estaría, sería, etc.),o a disecar cada gesto en su mínimo detalle buscándole visos de trampa, manipulación o mentira. La consecuencia es la desconfianza generalizada, la desinformación, los juicios mediáticos sin segunda instancia, y las condenas populares. ¿Podría la sospecha patológica ser la expresión del nuevo malestar de la sociedad peruana?

Si aceptamos esto, convendría decir que la sociedad peruana ha perdido el bálsamo que facilita y mejora las relaciones humanas: la “buena fe”. Y, ¿qué es buena fe? Los tratadistas dirían que es la conformidad de los hechos y las palabras con la moral. Y, como virtud, el respeto por la verdad. Esta buena fe se presume siempre y, al no intuir la falsedad, al queafirme lo contrario le corresponde probarla.

Pero esta “buena fe” por más que se sobre entienda, se ve mermada por la “sospecha” que la sociedad peruana tiene de sus representantes, alimentada por medios de comunicación prestos a buscar el sensacionalismo, o a elucubrar escenarios de terror. A esto se debe sumar el desenfreno de las redes sociales, donde circulan mentiras, semi-verdades y lapidación de reputaciones. Esta sospecha del mal se refleja en la legislación, cuya reglamentación deja de lado los grandes principios para concentrarse en el aspecto punitivo. Sin embargo, ¿por qué la generalización o los a priori? Será porque nuestra sociedad ha obviado la duda para preferir la sospecha. Esto se debería a que la duda parte de un enfoque racional y crítico, en el marco de una búsqueda intelectual de la verdad. La sospecha no, debido a que es subjetiva y de intuición, obviando la necesidad de justificarse.

Precisamente, en esta pendiente de desconfianza se exacerban emociones y contradicciones, las reglas de juego de la democracia se debilitan, los adversarios políticos se vuelven enemigos irreconciliables, las portadas de los diarios infunden miedo, el racismo nos regresa al siglo XIX y la intolerancia se traduce en golpismo.

Porque se estaría generando la involución de nuestra democracia, nuestra sociedad merece avanzar desde la duda –necesaria, razonable y objetiva– hacia la verdad, dejando atrás la sospecha –constante y prejuiciosa– que nubla y hace tortuoso nuestro caminar en democracia.

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