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A lo largo de su historia, la historia del Perú y nuestra aguerrida democracia han vivido diecisiete golpes a su institucionalidad. Uno de triste recordación fue el autogolpe de Alberto Fujimori. Asimismo, con el golpe de 1968, tuvimos once años de paz institucional con la vigencia de la Constitución de 1979. Luego, hasta antes del fatídico 5 de abril de 1992, el Perú había gozado de doce años de “silencio autoritario”. Durante esa época, los mandos militares descansaban los fusiles a falta de caudillo que venga a inquietarlos. Pese al claro atentado a la democracia que eso significó, la mala hierba parece no haber sido extirpada, y basta un ligero descuido para dar paso a un nuevo quiebre del orden constitucional. Así, veintinueve años después estas voces se siguen escuchando.

Pero no son los golpes de estado del siglo XVII, ejercidos como una necesidad o la reacción contra el desorden. En las dictaduras actuales, los mandos militares se comportan tan igual que los civiles. Ambos han llegado para someter el poder a la corrupciónsistémica y el tráfico de influencias. Alfonso Quiroz en “Historia de la corrupción en el Perú”, detalla estos delitos los cuales desnudan las debilidades institucionales, en cuyas grietas se esconde este viejo demonio.

Tampoco es coincidencia que los conspiradores generen pánico, anunciando tanquetas y tropas en las calles a cada caso de corrupción. Es en esas circunstancias que se vuelve a hablar de golpe de estado. Hoy llega el tema de las elecciones presidenciales, con los llamados – directos o indirectos– al golpe de estado. Así, diferentes ciudadanos se han unido a “patear el tablero” institucional, haciendo ver su rechazo a las reglas de juego electorales. Según esta lógica, “sería más prudente” cambiarlas debido a que no van de acuerdo con sus deseos. O que el Jurado Nacional de Elecciones cumpla, “de manera confiable y transparente su mandato constitucional” como lo solicitan ex altos mandos militares. La idea detrás no sería otra que quitar credibilidad a las instituciones, para debilitarlas. A partir de allí, sería mucho más fácil doblegarlas y dominarlas, abriendo la fase denominada del “golpe blando”. Con esto no se pretendería cambiar la estructura social o institucional del Estado, sino únicamente las reglas que convendrían mejor a determinados grupos.

Lo positivo de esta involución, es que las fuerzas armadas han comprendido su rol de garantes del orden constitucional, rechazando su intervención en temas políticos. Queda entonces seguir reforzando nuestras bases institucionales, para que dictaduras y golpes blandos sean solo parte de una historia que nos ayudó a madurar como país.

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