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El pequeño Edmund Kemper conversaba un día con su hermana Susan, a la que le explicaba que tenía sentimientos hacia su profesora del colegio, y que estaba convencido de que la única manera de poder besarla era matarla antes.

Con un cociente intelectual de 145, se convirtió en una leyenda de la crónica negra americana por sus atroces crímenes

Los juegos y las pruebas macabras eran una constante en el pequeño, que no dudaba en convencer a sus hermanas para que jugasen con él a simular su propia sentencia de muerte. Le pedían que le sentasen en una silla mientras fingían que al pequeño Ed le había llegado la hora de morir por medio de la silla eléctrica.

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No obstante, era precisamente con sus hermanas con las que mantenía mejor relación dentro de la casa familiar: su gran enemiga era su madre, Clarnell Kemper, una mujer estricta y de moral regia. Trataba a su hijo con desprecio y, en ocasiones, empleaba malos tratos.

Era habitual que el niño durmiese en el sótano de la casa por el mero hecho de que Clarnell tenía miedo a que matase a sus hermanas en mitad de la noche.

No obstante, Edmund estaba lejos de ser un niño con dificultades a nivel de aprendizaje. Obsesionado con el actor de cine John Wayne, al que llegó a considerar su ídolo y el referente para intentar forjarse una carrera como agente de policía, el pequeño Ed resultó ser un genio encubierto.

A través de una prueba escolar descubrieron que, detrás de la apariencia de un hombre de dos metros y de aspecto tranquilo y pánfilo, se escondía un cociente intelectual de 145, muy por encima de la media.

Pero todo ese potencial le llevó únicamente a cometer el primer crimen con el gato siamés de la familia. La enterró en el patio trasero antes de volver a sacarla para guardarse la cabeza, clavarla en una pica y adornar con ella el cabecero de la cama para montar una suerte de altar de rezo.

EL PRIMER CRIMEN DE KEMPER

Años después se conocería a Ed como a un asesino de autoestopistas, pero antes decidió estrenarse con alguien mucho más cercano. Su padre, electricista de profesión, había abandonado el núcleo familiar para trasladarse a Los Ángeles, a donde llevó a su hijo a vivir un tiempo a su lado. Un período en el que Ed mejoró visiblemente su comportamiento. Algo momentáneo, antes de que le enviasen de nuevo a otra casa, en esta ocasión a vivir con sus abuelos.

Sólo había una pega: el comportamiento de la abuela de los Kemper era similar al de Clarnell, estricto y dirigido a inducir a su nieta que cualquier impulso sexual era el peor de los pecados.

La toxicidad de la relación y la compleja relación que Ed establecía entre muerte y sexo le llevó a plantearse “qué pasaría si matase a mi abuela”, llegaría a reconocer más adelante.

Un pensamiento que le llevó, todavía siendo un adolescente, a asesinar a la mujer que estaba a su cargo con una pistola. Cuando su abuelo llegó a casa y aparcó el auto, Edmund salió a su encuentro y le asesinó de la misma forma.

THE CO-ED KILLER (EL ASESINO DE COLEGIALAS)

Por razones obvias, la relación del joven con su madre al volver a casa no era la mejor. Ella se había casado y divorciado otras dos veces, mientras Ed seguían canalizando los enfrentamientos con su madre en impulsos homicidas.

Las discusiones eran una constante. Edmund llegaría a asegurar que estaba seguro de que “habría golpeado antes a mi madre si fuera un hombre”. Pero, en lugar de ello, el joven salía de cacería.

Contaba con un pase para la Universidad de California por lo que, sumado a su aspecto tranquilo y un look moder de bigote y pelo largo, se ganaba la confianza de las jóvenes en una época en la que el autostop estaba más extendido que nunca.

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PRIMERAS VÍCTIMAS

La primera de sus víctimas fue Mary Ann Pesce, una joven de 18 años que necesitaba, junto a su amiga Anita, que las llevasen al campus. No fue la idea de Ed, que llevó el auto hasta un lugar apartado, metió a Anita en el maletero, y asesinó a Mary Ann a puñaladas tras un intento fallido de estrangularla con una bolsa y un cinturón.

“Le empujé la cabeza hacia atrás y le hice un corte en la garganta. Perdió el conocimiento inmediatamente”.

Una práctica que repetiría con Alice Liu, de 21 años, Rosalind Thorpe, de 23, y con Cindy Schall, de 19. Pero especialmente fue la muerte de Aiko Koo, de 15 años, la torturó sin piedad.

LA NOCHE DE LA CATARSIS

Ocho víctimas en total antes de que, en una sola noche, Kemper llegase a la conclusión de que todo había terminado. Finalmente se enfrentó a Clarnell: le rajó el cuello con un cuchillo y separó su cabeza del cuerpo, tal y como había fantaseado en alguna ocasión.

No obstante, había una pega: ese crimen terminaría por delatarle. Nadie se creería que, conocida la animadversión entre ambos, Clarnell decidiese abandonar la casa de la noche a la mañana y marcharse. Por ello, Kemper ideó una coartada. Aprovechó que Sally Hallet, de 59 años y compañera de trabajo de su madre, pasaría aquella tarde por casa para interesarse por su amiga. Ed la esperó calmado y afable hasta que la acompañó al sofá, donde la emprendió a golpes hasta que también acabó con su vida.

No tardó en percatarse que ese segundo asesinato tampoco iba a salvarle de una detención más que segura. La muerte de Clarnell fue un punto final que le drenó las ganas de seguir matando, por lo que terminó por entregarse.

El juicio no admitió dudas. La propia defensa de Kemper admitió que no era seguro que Ed estuviese en la calle bajo ninguna circunstancia. En 1973, Ed Kemper fue condenado a cadena perpetua en la prisión estatal de Vacaville sin posibilidad alguna de que le concedan la libertad condicional.

 

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