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Algún crítico vivaz llamó a la banda londinense Kitchens of Distinction “el eslabón evolutivo entre Echo and the Bunnymen y Editors”. A pesar de su intención jocosa, el dictamen resuena veraz si uno ha seguido disco a disco la evolución de KoD y comprende su trascendencia y legado en el pop contemporáneo. Desde que el trío hizo su aparición en la escena del rock alternativo británico, hacia la segunda mitad de los ochenta, captó la atención de NME y firmó para el sello One Little Indian, con quienes lanzaron cuatro álbumes en un transcurso de aproximadamente diez años, el tiempo que duró su carrera.

En aquel entonces KoD era una banda comprometida políticamente con posturas progresistas, con un frontman abiertamente gay, Patrick Fitzgerald, que se negó de plano a entonar lamentos autoindulgentes basados en su homosexualidad (y en ese sentido se apartó un poco del bardo mancuniano, aunque en otros aspectos no) y prefirió predicar una homosexualidad vivida libremente, sin dramas, convencido de que si la sociedad habría de aceptar, tolerar yrespetar los derechos de los homosexuales lo haría desde la consideración del otro como semejante y no como excepción.

El discurso anti-Thatcher de KoD, una clara vocación por las guitarras distorsionadas en el espíritu del shoegaze y un desenfadado travestismo colocó a la banda en el sector ambivalente del art rock experimental y fue difícil -en los siguientes años- prescindir de esas muletillas para describir su sonido. Para más inri, un soplo de infortunio pesó sobre la carrera de la banda: su debut, “Love is Hell” de 1989 que debió ser un éxito absoluto en los charts, se perjudicó por el lanzamiento, esa misma semana, del álbum debut de los Stone Roses. Y cuando en 1992, el tercer álbum “The Death of Cool” tenía que haber significado un ecuménico cambio de ruta en el indie, la explosión del grunge en el mundo entero opacó ese suceso. Pero mentes lúcidas como Jonny Greenwood, el cerebral guitarrista de Radiohead, vio con claridad el aporte significativo e insoslayable que KoD había hecho al universo de pop y lo declaró sin ambages, declaración que alguna reacción mediática generó para bien de la banda.

En “The Death of Cool” podemos escuchar un puñado de diez canciones perfectamente equilibradas entre el shoegaze y el dreampop, con guitarras reverberantes que lanzan sus acordes a una lejanía melancólica donde la voz de Patrick (con alguna reminiscencia de Morrissey) dicta las amargas sentencias de una sociedad homofóbica o relata encuentros amorosos que harían sonrojar a un puritano. Su sonido, conectado al post punk, con esas reverberaciones de guitarra tan propias del madchester y del brit pop, con esa voz sombría, como la de quien sufre alguna agonía invisible, con ese golpe atemperado de batería, nos habla de tiempos más felices: 1992. Pensamos en actos tan bellos e incorruptibles de ese año mágico: Spiritualized, Lush, Ride, Codeine, Pale Saints… sutiles maravillas que la explosión borrascosa del grunge y del gangsta rap salpicó y sepultó a lo largo de los noventas. Esta tibia tarde otoñal es magnífica para descorchar un Broquel y dejarse llevar por esos lejanos sonidos de tristeza, anhelo y desencanto.

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