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Es un tema reiterado hasta el cansancio que nuestro Estado no logra servir a los ciudadanos. Que los servicios públicos son precarios y limitados. Que no hay Estado en los lugares donde debería haber presencia gubernamental. Y que el modelo centralista de organización político-económica es un modelo que simultáneamente privilegia a unos y excluye a otros. Se trata de una forma de organización que reproduce las desigualdades. Pero no solo eso. El diseño estatal nacional está ensamblado respondiendo a un ideal occidental y foráneo, ajeno a nuestra realidad sociocultural e histórica. Veamos algunos casos.

Somos un país con diversidad lingüística que no ha producido un sistema educativo y cultural que atienda ese potencial o que valore efectivamente nuestras lenguas ancestrales. Somos un país con territorios y climas diferenciados que no ha producido una respuesta y adecuación estatal acorde con esta peculiaridad. Luego, somos un país con una milenaria tradición comunitaria que se expresa en el mundo cultural, económico y productivo, pero que no ha logrado institucionalizar o aprovechar esa inclinación por los derechos comunitarios y la colaboración colectiva. Somos un país que valora y practica intensamente la medicina tradicional andina y amazónica, pero el Estado no la incorpora al sistema oficial de salud ni fomenta su investigación científica. Somos un país que contiene relatos, acontecimientos, personajes y procesos trascendentales que no forman parte de la narrativa oficial de la historia y permanecen desconocidos por la gran mayoría.

Así, somos un país con prácticas históricas de justicia comunitaria, pero el orden jurídico establecido no las incorpora y más bien las trata con desdén. Somos un país con una monumental riqueza cultural que se ha demorado décadas en crear un ministerio de cultura y desaprovecha los maravillosos recursos turísticos del país. O somos un país con miles de pequeños emprendedores y microempresarios que no ha producido un sistema integral de soporte técnico y financiero para estimular su productividad y crecimiento nacional. Somos un país con una espiritualidad holística, contextual y funcional que elude la arraigada ética de la laboriosidad y la ritualidad.

Somos un país con un amplio abanico de recursos naturales que solo apuesta por la actividad económica extractivista y transnacional. Y somos un país con diversidad de productos alimenticios de elevado valor nutricional que da la espalda a la soberanía alimentaria. Somos un país estructuralmente heterogéneo en el que conviven prácticas de matrices civilizatorias diferentes, pero el Estado propicia el enfoque monocultural y homogeneizador.

Todas estas características y potencialidades nacionales y otras más, no están institucionalizadas, no son parte del diseño de Estado. Como si quisiéramos ocultarlas, como si estarían sobrando. Como si el objetivo sería ser lo que no somos o adoptar modelos exitosos que corresponden a otras realidades. Al parecer, gran parte de la tragedia proviene de la mirada despectiva contra la nación interna: poderoso soporte simbólico y acomplejado del modelo centralista.

Se trata de rediseñar la institucionalidad estatal considerando nuestra realidad nacional. La integración y la soñada cohesión social se alcanzará construyendo instituciones que busquen el diálogo. Es decir, el encuentro de culturas, saberes, espiritualidades, territorios e ideales. Tarea difícil que implica ir derribando nuestros viejos hábitos de sospecha y desconfianza: nudo gordiano de nuestra convivencia.

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