Super Mensajes

La película ¿Cuánto vale una vida? dirigida por Sara Colangelo y protagonizada por Michael Keaton y Stanley Tucci, basada en las memorias del abogado Ken Feinberg, narra la tragedia de las Torres Gemelas y los dos años que siguieron a ella. Los políticos de Washington, ante la evidencia de que las aerolíneas quebrarían por las demandas de las familias de los pasajeros que perdieron la vida en los secuestros, deciden que el Estado asuma las compensaciones de todas las víctimas, incluidos los heridos. Y le encargan a Feinberg calcular y entregar las compensaciones en un plazo de 25 meses, a quienes renuncien a la vía judicial, lo que podría haber tomado entre diez a quince años.

Lo que me impresionó de la película fue volver a ver las muestras masivas de solidaridad de los neoyorquinos, y norteamericanos en general, con las víctimas. Y la negativa de la mayoría a ponerle precio al dolor de la pérdida. (¿No fue Marx quien dijo que, en el capitalismo, hasta lo más sagrado se convierte en mercancía?) Y recordé que entre los peruanos nuestra solidaridad se manifiesta a lo grande cuando suceden terremotos o las inundaciones de El Niño. Pero que, lamentablemente, eso no se nota mucho con nuestros 200,000 muertos.

¿En qué momento perdimos nuestra solidaridad, si al comienzo del encierro cantábamos todas las noches “Contigo Perú” y hasta el “Resistiré” de los españoles y aplaudíamos a médicos, enfermeras, policías y trabajadores de la limpieza? ¿Fue cuando, desde el poder, se azuzaba contra los vendedores ambulantes que salían a buscar el pan del día?

Con la prórroga del encierro -que al comienzo calculamos para un mes-, el aumento de los contagios y de las muertes y los enfrentamientos entre políticos en el segundo semestre del año pasado, la enfermedad fue estigmatizada. Nadie lanzó la consigna en público, pero funcionó en privado: ¡Sálvese quien pueda! Nadie quería revelar que padecía el mal, no fuera a ser aislado por su círculo familiar y amical, como se aislaba antiguamente a los leprosos. El mal y la muerte se convirtieron en un asunto privado. Y el dolor también.

¿Por qué, si la sociedad peruana es cristiana, el dolor ajeno no mueve nuestra compasión, o nuestras entrañas, como las del buen samaritano; tal como enseñó Jesús?

En medio del gran cementerio que los políticos no ven, y tampoco el gobierno del profesor Castillo, no se puede negar el esfuerzo de médicos y enfermeras, las iglesias y de algunas empresas, por mantener con vida la llama de la solidaridad. Son esfuerzos casi anónimos, porque la prensa -la verdad se diga- no ayuda mucho (a ella más le interesa la sangre y el enfrentamiento como espectáculos)(1).

La gran bandera albirroja de la mejor barra del mundo, poco a poco se fue deshilachando en medio de la segunda ola y enfrentamiento político. Hoy somos un archipiélago de tribus y clanes más alejado que nunca del proyecto de nación que pensaron Rodríguez Mendoza, Luna Pizarro y Sánchez Carrión. Hoy se habla con desvergüenza de las boludeces de la democracia, de expulsar a criollos, o se invoca a Santiago mataindios; y se afilan cuchillos y dientes para venganzas históricas. Como si, alegremente, se quisiera volver a Chuschi.

Una pena que todo esto suceda cuando el gobierno del maestro rural, que ha despertado tantas expectativas entre los pobres del Perú; no ha mostrado en estos dos meses cómo se plasma en la práctica esa promesa de que cambiarán las cosas, como predicó durante la campaña. Y que sus principales dirigentes, que se reclaman seguidores de Arguedas, no consideren su última invocación en carta que dejó al Rector de su Universidad; “Un pueblo no es mortal y el Perú es un cuerpo cargado de poderosa savia ardiente de vida, impaciente por realizarse; la Universidad debe orientarla con lucidez, “sin rabia», como habría dicho Inkari, y los estudiantes no están atacados de rabia, sino de generosidad impaciente. Y los maestros verdaderos obran con generosidad sabia y paciente. ¡La rabia no!” 

Y me sigo preguntando ¿por qué el encono y el enfrentamiento político (también racial y clasista); por qué la rabia persiste en medio de la gran tragedia de nuestros doscientos mil muertos? ¿Por qué esas muertes no nos conmueven – o a políticos y periodistas – para mandarnos callar o bajar el volumen de descontentos, reclamos, iras y enojos?

Pero, volviendo al tema de las compensaciones a los deudos de los fallecidos, probablemente a estas alturas sea imposible plantearlo por irrealizable, dado que el Fondo de Contingencia se usó en bonos a las familias y avales para la reactivación de las empresas; y, tomando en cuenta que las recomendaciones de la Comisión de la Verdad en cuanto a las compensaciones para los deudos de las víctimas del conflicto armado interno, se cumplieron tarde, mal y nunca. Habría que pensar más en generar un movimiento de solidaridad y afecto que acompañe a los deudos de la pandemia, en gestos, ritos y ceremonias; que nos permita a los peruanos volver a creer que es posible la vida en sociedad, que vale la pena seguir apostando por el Perú.

Ciertamente, hay carencia de un liderazgo o liderazgos sociales, pues no bastaría la acción estatal para generar, esa pausa, esa calma, ese silencio; esos gestos y actos de solidaridad con los deudos de tantísimos muertos, tan urgentes y necesarios para empezar el camino de retorno; para detener nuestra caída.


(1) Debo saludar el coraje y lucidez de Juan Acevedo que, en sus recientes viñetas publicadas en La Corriente Nº 10, se para firme contra las ráfagas de histeria que generaron algunos políticos y alimentó la prensa a propósito de la muerte del jefe de los asesinos senderistas. No soy azteca para comerme el cuerpo de mi enemigo, ni talibán, fanático de la Sharia; pero tampoco lo soy del Deuteronomio, que proclama castigos hasta los bisnietos y tataranietos del inicuo.

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