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Chile, hermano país del sur, hace tiempo que demuestra buen gusto. Eso explica el que abiertamente procure adjudicarse atributos peruanos que quisiera considerar como propios. Eso es un halago antes que una ofensa. Ricardo Gareca, exextrenador de la selección peruana, hoy director técnico de Chile, acaba de declarar que “en Chile se come muy bien”. Es curioso que el DT chileno, agudo, observador y sibarita tras vivir varios años en el Perú, afirme eso de una gastronomía de la cual los maledicientes rescatan como plato típico a la sal.

El tema de la atribución de peruanidad tiene como emblema el origen del pisco. El destilado de uva peruano goza de una denominación de origen prehispánico, a diferencia de la prefabricada ciudad chilena de igual nombre fundada en 1936. Luego, la lista de deseos chilena ha crecido exponencialmente.

Así estuvo el picarón, que el portal Marca Chile presentó como típico de Chile “y de países vecinos”. El suspiro de limeña fue patentado como producto de Soprole Chile. Y hasta el cebiche ha sido osadamente presentado como plato típico chileno en un evento en Brasil para promocionar el turismo al país del sur.

Lucho Barrios, bolerista que es parte del tejido sentimental chileno, es peruano. Isabel Allende, querida escritora chilena, nació en el Perú. Esto dijo Allende sobre el pisco en su libro Mi país inventado: un paseo nostálgico por Chile: “El nombre de este licor se lo usurpamos sin contemplaciones a la ciudad de Pisco, en Perú”. Si se hace con el champagne, por qué no con el pisco.

Un compositor peruano, el pícaro Manuel Acosta Ojeda, fue quien zanjó la falsa polémica sobre el origen del pisco. Interrumpiendo el debate ocioso de siempre, Acosta Ojeda alzó la voz con una admonición definitiva:

“¡Basta de seguir hablando mal del pisco chileno! ¿No se dan cuenta de que somos hermanos? No nos conduce a nada ser ingratos. El pisco chileno es muy bueno: ¡yo lo uso siempre para limpiar mis ventanas!”.

La civilización acaba en Tacna, decían antes los vecinos que abrazaban la visión insular, excluyente y antipática de Chile como territorio superior al andino. Con la migración peruana, llegó nuestro cariño –eran jóvenes peruanas las que cuidaban niños chilenos como si fueran propios–, llegaron nuestros peruanismos y llegó nuestra comida, lo que libró una victoriosa, sabrosa e incruenta batalla que saldó cuentas históricas.

Ingerir un alimento es incorporar a uno mismo un conocimiento milenario, una visión del mundo. Chile comulgó con el sabor peruano y entendió que esa mistura deliciosa era el sabor de una cultura diversa y generosa, además de vecina.

Luego vino lo de Gareca. El futbolista argentino que nos sacó del Mundial de México 86 nos hizo volver a otro como entrenador. Se convirtió en el padre putativo de un país huérfano de triunfo, valorando el biotipo contrahecho y la aguardientosa naturaleza del jugador peruano como palancas para generar un estilo pícaro, travieso y achorado que hace del fútbol chocolate.

Nuestra felicidad con Gareca fue linda mientras duró. El argentino ranqueaba en las encuestas de los más admirados pisándole los talones a don Miguel Grau, nuestro mayor héroe de la guerra con Chile. Gareca nos hizo creer de nuevo que podíamos ser ganadores. Hasta que, en amarga sacada de vuelta, se convirtió en entrenador de la selección chilena de fútbol, nuestro consuetudinario adversario histórico que se desvive por tener lo nuestro.

Costó tragarse ese sapo en nombre del bienestar profesional ajeno. Pero, Gareca, la ambigüedad en la que ha incurrido al referirse a sus actuales juicios gastronómicos amerita una revisión del VAR.

Antes, como entrenador peruano, Gareca ya había confirmado públicamente que la comida peruana estaba dentro de las mejores del mundo. Verdad a la cual había arribado, según él mismo, cuando a la selección le tocaba jugar fuera del país: “… llegó un momento en que teníamos que llevarnos un chef peruano porque, si no, era muy difícil…”.

¿Qué era muy difícil? Lo obvio: soportar la vida alejado de la sazón peruana.

Ese mismo Gareca, ahora con el buzo chileno, dice que en Chile se come muy bien. Lo ambiguo estuvo cuando se le repreguntó por nombres de platos chilenos. El argentino gambeteó la respuesta como en sus mejores tiempos de corto. No pudo o no quiso nombrar uno solo de los manjares chilenos que ahora digiere.

Lo anterior genera suspicacias respecto a qué está comiendo Gareca en su nueva vida al sur. La respuesta más elemental es usualmente la correcta: está comiendo en alguno de los notables restaurantes peruanos de Santiago.

Lo otro, más elucubrado pero siempre posible, es que Gareca haya descubierto el sabor adquirido de una comida chilena típica popular: el sándwich de potito.

Tal como su nombre lo indica, se trata de un emparedado de recto vacuno, ese final definitivo del intestino grueso. Sería lingüísticamente apropiado –en clave de jerga– llamarlo sándwich de orto.

Si este fuera el caso, lo interesante es que hasta en ese extremo Gareca siguiera vinculado al Perú. El estudioso José Antonio Salas García, en su investigación “Peruanismos de origen mochica” (2004),hace una indagación minuciosa de la palabra poto, estableciendo un diagrama espectacular trazando la historia del vocablo poto (pág. 53) que debería ser incorporado ya en el currículo escolar de mococos estupidizados por las pantallas.

Una de las conclusiones de Salas es que la palabra poto es un peruanismo de origen mochica. Esto permite decir que, cada vez que Gareca le pega un mordisco a un trozo de recto, sigue comiendo peruano.

Por no decir que, en Chile, Gareca está comiendo hasta el culo. Esto podría malinterpretarse como una provocación innecesaria ahora que en la Copa América tendremos la oportunidad de confraternizar frente a un balón como solo nosotros dos sabemos hacerlo.

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