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En el debate sobre la modificación de la Ley Forestal, se han alzado banderas en nombre del medio ambiente, incluso sugiriendo posibles sanciones para nuestro país. La motivación parece descansar en una interpretación selectiva y parcial de la realidad del agro nacional, sin contrastar con la pertinencia de las normas vigentes y, además, que estamos en la peor crisis en los últimos 30 años.

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La propuesta de modificación aprobada por el Congreso apunta a formalizar el uso de los terrenos sin cobertura forestal, con derechos de propiedad reales, de agricultores establecidos en todo el país. Se define una fecha de corte a la entrada en vigencia de esta ley, evitando que la norma se aplique para ampliación de frontera agrícola.

El propio reglamento europeo de importación cero deforestación deja meridianamente claro que la definición de bosques no incluye la tierra que tiene un uso predominante agrario o urbano. Lo cual se vuelve a repetir cuando se definen las plantaciones agrícolas, señalando que estas están excluidas de la definición de bosques.

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Por el contrario, la legislación nacional pretende evitar la legalización de la agricultura en curso porque el suelo, a pesar de que no tenga bosque en pie, sigue siendo de aptitud forestal y es parte del patrimonio del Estado, desconociendo la existencia de derechos reales adquiridos por los agricultores. No obstante, estos derechos han sido confirmados por las acciones del propio Estado y el tiempo transcurrido sin oposición alguna.

El reglamento europeo también incorpora una fecha de corte respecto de las áreas deforestadas que pueden exportar hacia ese mercado. En ese caso, nadie podría argumentar que se trate de una decisión técnica, sino, más bien, de una decisión política que hace posible no quedarse sin su cadena de suministro de alimentos, a la vez que define una nueva política de compliance ambiental. ¿Acaso antes del 31 de diciembre de 2020 no hubo deforestación?

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Es evidente que nuestra legislación requiere una actualización para armonizarse con estándares internacionales, zanjando la diferencia entre áreas forestales a preservar y terrenos utilizados para agricultura. Es hora de un debate fundamentado en hechos y en un entendimiento del verdadero impacto sobre la seguridad alimentaria del país. No invisibilicen la situación de cientos de miles de agricultores del país etiquetándolos en 140 caracteres, en clichés o en interpretaciones parciales para desvirtuar la verdadera intención de esta modificación legal.

La carga impuesta a los agricultores es injusta y contraproducente. Les exigen costosas certificaciones y estudios sin garantizarles beneficios tangibles en su producción o ventas e, incluso, que les pueden costar la inversión de su vida, su propiedad y hasta su libertad. Esto solo alimenta las arcas estatales y crea oportunidades para unos cuantos que aprovechan los recursos de cooperación internacional, sin proporcionar necesariamente mejoras reales para quienes más lo necesitan.

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Levantamos nuestra voz por la defensa del agricultor peruano. Respetemos su dignidad y sus derechos. El fin no justifica los medios.

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