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Mi padre me mira a los ojos, pero ya no veo el brillo que solía irradiar hasta hace pocas semanas. Nos enfrentamos a un abismo de incertidumbre sobre si comprende algo de lo que le sucede desde el accidente cerebrovascular que lo dejó entre la vida y la muerte.

Recuerdo cómo le encantaba narrar la historia de su lucha por la vida desde su infancia. Cuando era apenas un recién nacido, enfrentó una situación similar: una meningitis amenazaba con arrebatarle la vida. Los médicos en Noveselitz, su ciudad natal en Rumania, que luego pasó a formar parte de la Moldavia soviética y ahora es parte de Ucrania, no creían que sobreviviría. En un acto de desesperación, un doctor judío recomendó a sus padres, Aron y Ester, que buscaran la ayuda de un rabino para recibir una bendición, confiando en una fuerza más allá de la ciencia.

A pesar de su escepticismo, los padres de mi padre llevaron al bebé a recibir la bendición de un rabino de una corriente mística, quien les aconsejó cambiarle el nombre de Meir por Haim, que significa “vida” en hebreo. ¿Fue casualidad, un acto de fe, un milagro? Las respuestas se desvanecen en la neblina del tiempo, pero lo cierto es que Haim Brand sobrevivió a la enfermedad, y años más tarde, también sobrevivió al horror de ser enviado con su familia a un campo de concentración en Transnistria, en la actual Moldavia.

Después de la guerra, mi abuelo Aron obtuvo una visa para un país desconocido donde tenía un pariente, buscando salvar a su familia del comunismo que los había marcado como “burgueses” por poseer un pequeño terreno agrícola. Así, emigraron a Venezuela, donde mi padre, Haim, y su hermana Silvia encontraron las oportunidades y la libertad que Europa les había negado.

Con el sello del sobreviviente marcado en su ser, Haim, o Jaime como lo llamaron en Venezuela, estudió medicina y se especializó en neurología. Colaboró en la fundación de la federación de neurología del país y contribuyó al desarrollo de programas educativos para niños con síndrome de Down y otras discapacidades a través de la Asociación Venezolana de Padres y Amigos de Niños Excepcionales, Avepane.

Haim también participó en la comunidad judía de Caracas, especialmente en asuntos culturales e intelectuales. A medida que se acercaba a la jubilación, se sumergió en estudios sobre temas históricos y científicos, compartiendo sus conocimientos a través de conferencias sobre neurociencia, la vida y obra de Einstein, física cuántica y, por supuesto, el Holocausto, basándose en su propia experiencia como sobreviviente.

Mientras escribo estas palabras, cuyo destino aún no está claro, reflexiono sobre el legado de mi padre. ¿Será guardado como un tesoro familiar, compartido con amigos y seres queridos, o compartido con lectores desconocidos en busca de comprensión y conexión? No lo sé. Ha pasado más de un mes, papá, y observo cómo tu cuerpo se encoge y tus ojos se apagan. Te susurro al oído que has vivido una vida plena, desafiando las adversidades del nazismo, el comunismo y el chavismo, migrando incluso en tu vejez para preservar el significado de tu nombre, “vida”, en contextos de libertad y tolerancia.

No fue la nuestra una relación idílica como no la es ninguna entre padres e hijos, pero en tu vejez fuiste más emotivo y coincidimos geográficamente. Pasaste de Caracas a Panamá y luego Lima. Te pude disfrutar a medida durante los últimos años de tu vida en los cuales gozaste de comodidad gracias a Ernesto, quien proveyó tu sustento (mermado por la hiperinflación comunista venezolana).

Solías afirmar que tus hijos eran tu mejor legado. No sé qué expresar sobre eso porque pienso que haber dejado una huella en aquellos que han conocido tu historia, una lección sobre la insensatez del poder y la fugacidad de la riqueza material.

Ahora sí está claro que te despides de la Haim, de la vida, y ya te susurré varias veces antes del viaje que puedes marcharte en paz porque honraste el sentido de tu nombre.

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