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En los últimos días, los peruanos hemos asistido, horrorizados, a la seguidilla de crímenes contra mujeres, uno más cruel y terrible que el otro.  Historias e imágenes que deberían ser desterradas de la realidad peruana, pues ya somos uno de los países con mayor número de abusos y asesinatos de mujeres –crímenes de género– en América Latina.

En lo que va del año, según cifras de la Defensoría del Pueblo, van registrados 39 feminicidios, 24 tentativas de feminicidio y 9 muertes violentas. Y recién estamos terminando marzo.

Se deben endurecer las penas para los agresores, ciertamente, pero medidas como esa –a posteriori, cuando los crímenes ya se cometieron– tal cual enseñan experiencias similares en Brasil o en México, sirven de poco o nada si no se acompañan de cruzadas educativas que cambien mentalidades largamente arraigadas entre peruanos y peruanas.

Cada vez que ocurren estos hechos de espanto, se produce una justificada indignación en todos los segmentos de la sociedad y del Estado. Pero del Estado lo que se espera, más que la indignación a posteriori, es la planificación de una política educativa y cultural seria, agresiva, para erradicar o disminuir el machismo, la raíz de estos crímenes de odio. Algo que no entienden esos políticos y sectas religiosas ultramontanas que se oponen a lo que ellos demonizan como la “educación de género”. Porque es desde la escuela que esta barbarie comienza a tomar forma como mentalidad.

La manera más eficaz de detener este tipo de violencia contra las mujeres, que muchas autoridades a menudo llegan a justificar o “explicar” con la boca pequeña (“Ellas deben aprender a elegir sus parejas”, etcétera) es a través de un cambio significativo en la educación peruana.

Cambio que, por supuesto, ha quedado prácticamente trunco gracias a la así llamada “contrarreforma educativa” promovida desde el Congreso y al desmontaje silencioso iniciado por los ministros de Educación durante el gobierno de Pedro Castillo. Una política educativa que desgraciadamente ha encontrado continuidad en la administración Boluarte con el ministro de las universidades bamba, Óscar Becerra.

El trabajo contra tan espantosos arrebatos de odio criminal hacia las mujeres (hijas, parejas, exparejas) comienza desde las bases mismas de la sociedad, en sus instituciones educativas.

Lo demás son palabras y promesas, retóricos golpes de pecho que se lleva el viento… hasta el siguiente asesinato.