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Si se trata de Maradona, hay dos escenas que, como descargas eléctricas, empatan inmediatamente con nuestras emociones peloteras y nos dibujan toda la grandeza del 10 argentino: el golazo a Inglaterra en México 86, con el relato cósmico de Víctor Hugo Morales, y la asfixiante marca que Lucho Reyna le aplicó en Lima, precisamente porque era incontrolable, por orden de Roberto Chale.

Y, así y toda su leyenda, el Diego no ha muerto, más allá de su temprana desaparición terrenal. Otrosí digo: murió para vivir como el D10S del fútbol, como ha sido entronizado por sus fieles. Además, tiene su Messi-as, que también aspira a ser el mejor de todos los tiempos, pese a que no ha heredado su carácter ni su trascendencia, y la camiseta albiceleste le pesa como una cruz.

Y el “Pibe” la tenía clara: “Si me muero, quiero volver a nacer y quiero ser futbolista”. Qué más podría ser si el creador le diseñó una estructura anatómica que le permitía llevar el balón como un injerto y al que solo desgajaba de su tobillo para plasmar alguna obra de filigrana, como el tanto que valió mil Las Malvinas. O el propio tanto de “la mano de Dios”.

Aunque solo estudió hasta el primero de secundaria, el “Pelusa”, genio al fin, vomitaba frases bien hilvanadas. Una vez comparó la sensación de ser protagonista del superclásico Boca-River como “dormir con Julia Roberts”. Y respecto de su factor desgracia, la droga, la describió como “un pacman que se come a toda tu familia”.

Y escondía la pelota, como cuando espetó: “Mis hijas legítimas son Dalma y Gianinna. Los demás son hijos de la plata o de la equivocación”. Luego reconoció a algunos más que ahora pelearán por su fortuna.