Super Mensajes

Por Luis Iparraguirre

Una catástrofe que nos tocó desprevenidos. Una tragedia que nos recordó de una cachetada que vivimos en un país altamente sísmico. Una región sacudida desde sus cimientos y que hasta hoy vive traumatizada, llorando a sus muertos. A 150 kilómetros del epicentro, la capital de un dolido país se puso de pie y demostró que Lima, más allá de sus problemas, carencias y excesos, tiene un inmenso corazón solidario.




Eran las 18:41 horas del miércoles 15 de agosto del 2007. No existía el Facebook, tampoco el WhatsApp y la internet no era más que una moda informativa, lejana de los celulares en forma de ladrillo y más cerca de las computadoras de escritorio.


La generación X nunca había vivido un terremoto y, al igual que todo el Perú, estaban más atentos a los nuevos jugadores convocados para el debut de José Guillermo “Chemo” del Solar, recién designado como entrenador de la selección peruana, en reemplazo de Julio César Uribe.

La política nacional seguía atenta al pliego interpelatorio preparado por el Congreso de la República contra el ministro del Interior Luis Alva Castro, por las compras de unos patrulleros para la Policía Nacional del Perú (PNP).

La televisión nacional tenía todavía al divertido Raúl Romero como figura en el horario estelar y Machu Pichu fue elegido como una de las maravillas del mundo moderno. El cine, por otro lado, estaba atento al lanzamiento del séptimo y último volumen de las aventuras de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte.


Los simulacros de sismos eran actividades que se repetían mecánicamente en los colegios, como parte de la Educación Cívica y nadie estaba preparado para un terremoto de esa magnitud. 

Y empezó. Fueron 210 segundos en los que el suelo vibró como hasta ese día nunca había vibrado. Diversas zonas del centro de Lima se oscurecieron en pleno movimiento y la oscuridad estuvo acompañada de gritos histéricos, empujones y breves estampidas que poblaron veredas y pistas. 

"El fin del mundo"


Allí, en medio de la oscuridad, los gritos y la desesperación, el cielo se encendió como un flash lejano que iluminó el oscuro manto del cielo limeño, como una lejana explosión que repitió su resplandor por lo menos en dos oportunidades. No había duda, pensaron: era el fin del mundo.  Posteriormente, hubieron explicaciones científicas a esos destellos que los limeños siempre aluden en sus relatos cuando recuerdan ese fatídico día.

Muchos empezaron a rezar arrodillados, otros simplemente lloraban, y hubo quienes se resignaron a su suerte. Las calles de Lima se convirtieron en interminables embotellamientos de automóviles, cuyos pasajeros solo querían llegar a sus viviendas para confirmar que sus seres queridos se encontraban bien de salud.

Fue una agonía aparte para muchos padres de familia, esperar el retorno de sus hijos estudiantes de universidades e institutos.  En medio del caos, los abrazos y los llantos del reencuentro aún estrujan el alma de quienes pasaron esa cruel experiencia.

Y es que simplemente, las líneas telefónicas habían colapsado. El sistema de comunicaciones falló en el momento que más se le necesitaba.

Todo fue pánico, susto, miedo y luego fue un infierno llegar a las casas para ver a la familia.  Muchos caminaron desde el centro de Lima hasta zonas lejanas de la ciudad.  No había taxis disponibles, las líneas de transporte público habían desaparecido o estaban totalmente llenas. En las calles, la gente caminaba entre asustada y sorprendida.

Los postes se movían  como palmeras expuestas al viento, los policías trataban de mantener el orden, mientras los comercios empezaron a cerrar. 

Esa noche, mientras no se conocían las cifras oficiales del desastre en Pisco, muchos optaron por dormir fuera de sus casas por temor a las réplicas del terremoto. Había que explicar a los niños lo que había ocurrido, más aún por los destellos que aterrorizaron a todos.

Luego se supo la escalofriante cifra del terremoto cuyo epicentro fue 40 km al oeste de Pisco. 7.9 grados. 596 muertos. 2,200 heridos. 93,708 viviendas entre destruidas e inhabitables. 434,614 personas damnificadas. 



Varias regiones y países vecinos sintieron el fuerte remezón, pero Cerro Azul, Chincha y Pisco fueron los más afectados. Y de esa lista de tres, fue Pisco que prácticamente se desplomó.

Pocas casas quedaron en pie. Los fallecidos se contaban por decenas en una Plaza de Armas que sirvió de morgue al aire libre. La iglesia San Clemente, símbolo de la fe católica en este golpeado distrito, se desplomó en plena misa, con sus graderías colmadas de feligreses.

La muerte se olía en el ambiente. El llanto era un sonido recurrente en cada cuadra. Los gritos de dolor, una constante. 


No fue, sin embargo, solo el dolor de un golpe seco. Fue la agonía de esperar las réplicas. Fue el miedo que el tsunami llegue mientras todos duermen. Fue la sed y el hambre que acechaban al pasar los minutos, horas y días. Fue la incomodidad de dormir en carpas a la intemperie, con una frazada rescatada de los escombros, entre colchones improvisados y mosquitos chupasangre.

El Gobierno declaró duelo nacional y la región Ica fue declarada en emergencia por 60 días. El Instituto Nacional de Defensa Civil (Indeci) asumió las acciones de ayuda logística, con el apoyo de las Fuerzas Armadas y PNP para atender las llamadas de emergencia.

Emergencia que no solo se relacionaba con la ayuda médica, sicológica o de infraestructura, sino también, claro está, las llamadas por vandalismo, ya que la anarquía afloró por momentos en un pueblo desesperado.


Y en ese momento ¿a quién pedir ayuda?, ¿quién nos puede tender una mano?

La ciudad de la solidaridad


El Perú se puso de pie. No solo el Perú: varios países hermanos extendieron su generosidad enviando ayuda médica, víveres, medicina y especialistas en rescate. 

Países como Estados Unidos, Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil, España, Alemania, Francia, Inglaterra, Canadá, México e Italia elevaron a sus oficinas de cooperación internacional al más alto estado de alerta para dirigir esfuerzos de ayuda hacia la región Ica. Todo un símbolo de hermandad.


Las muestras de solidaridad en el Perú fueron extensas, pero fue Lima la ciudad que se puso a la orden de las necesidades. Miles de limeños donaron dinero en efectivo, víveres no perecibles, ropa, colchones, frazadas, agua y un largo etcétera de ayuda que llegó desde todos los rincones de la capital.

La ayuda se concentró en el Estadio Nacional, pero diversas instituciones, iglesias, medios de comunicación, la empresa privada, oenegés, la sociedad civil… realizaron sus propios acopios de ayuda y sirvieron de plataforma para sus respectivos círculos de acción.

Los voluntarios tampoco faltaron. Personas que renunciaron a sus trabajos para asistir al hermano herido, que viajaron con sus propios medios llevando ayuda y demostraron que se puede ser solidario con poco. Mostraron que ayudar al otro, al llamado prójimo es la muestra más grande de humanidad.


Lima fue la muestra solidaria que el país necesitaba para sentirse unido frente a la desgracia. 

Nadie puede negar que las muestras de solidaridad ayudan en desgracias como esta. Nadie puede negar que, a pesar de los baches burocráticos de un sistema perfectible, la intención es siempre ayudar.

Pero esta ayuda cae en saco roto cuando no hay una cultura adecuada de prevención. La dolorosa moraleja es que debemos entender que los sismos vivirán con nosotros y que debemos estar preparados. Tarde o temprano habrá un terremoto similar, y este quizá sea en Lima. En ese momento, ¿qué harás?

Es hora de tomar conciencia.


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Publicado: 15/8/2022